Título Original The Artist (2011)
Director Michel Hazanavicius
Guión Michel Hazanavicius
Tras su debut en el mundo del largometraje con Mes Amis en 1999 y dos films que parodiaban el universo de James Bond (cintas en las que ya hacía acto de presencia su actor fetiche Jean Dujardin) OSS 117: El Cairo Nido de Espías y OSS 117: Perdido en Río, el cineasta francés Michel Hazanavicius ha tocado el cielo y saboreado las mieles del éxito a nivel internacional con su cuarta cinta, The Artist. Trabajo que ha supuesto un éxito total desde que se estrenara en el festival de Cannes del año 2011 y que tuvo su broche de oro el pasado Domingo cuando se llevó 5 de los Oscars a los que estaba nominada, entre ellos mejor película, mejor director y mejor actor.
Año 1927. George Valentin es un exitoso actor de cine mudo en Estados Unidos, un galán que se mueve como pez en el agua en el mundo de un séptimo arte que por aquel entonces daba sus primeros pasos como medio. Dos hechos importantes trastocarán su existencia llena de éxito profesional. La llegada del cine sonoro que le hará replantearse su vida como actor y por otro lado conocer a la primeriza actriz Peppy Miller de la que se enamorará cuando ambos trabajen juntos en uno de los films protagonizados por George. A partir de aquí algunos spoilers.
The Artist es bastante más que una cinta que homenajea al cine mudo. Es la recreación de una época y de una manera de ver el mundo mediante un proyector. El film de Hazanavicious tiene muchas capas y a pesar de que todas ellas están ideadas desde el punto de vista de la sencillez no por ello el mensaje del largometraje deja de tener un trasfondo interesante, acertado y rotundamente coherente. Además, por medio del mismo el director se permite reverenciar al séptimo arte más clasicista.
Esta producción más que un homenaje al cine silente, es una reflexión sobre la desaparición del mismo o más bien, la llegada del sonoro. George Valentin (apellido que nos remite a uno de los míticos actores del cine de aquella época, Rodolfo Valentino) es la representación de una manera de ver el séptimo arte y el espectáculo como medio de vida. Un hombre que no acepta las nuevas tecnologías en el que es su oficio, por miedo, orgullo o desconocimiento. Él es una muestra de esos artistas de fuerte personalidad y profesionalidad intachable que no quieren perder su esencia como iconos de la cultura de masas.
Entre ese choque entre el talante conservador del protagonista y el progreso representado por el cine sonoro yace la reflexión más interesante de The Artist. Ni Valentin debe hacer prevalecer su rechazo por lo nuevo, ni las películas sonoras (que de una manera u otra representan esa tecnoligización que esta hiriendo de muerte al cine actual) deben triunfar sobre el protagonista y dejarlo en el olvido (la referencias a El Crepúsculo de los Dioses son claras y el plano en el que George grita a su propia sombra es una referencia casi directa al pasaje más célebre del film de Billy Wilder). La convivencia armónica entre esas dos maneras de ver el cine es el único camino que lleva al éxito y así nos lo hace ver el final del largometraje.
Por eso The Artist juega a placer no sólo con el clasicismo entendido como género o a las referencias cinematográficas al Hollywood dorado (las hay claras hacia Vértigo, Ciudadano Kane o las obras de Charles Chaplin) sino también con el metalenguaje o los juegos de espejos. Ya que el hecho de que una película muda retrate la llegada del cine sonoro es un acierto que se mueve entre el sincero homenaje y la referencia profética del cine como medio creador de magia y mundos de ensueño en los que sumergir al espectador.
Hay momentos brillantes en The Artist que apelan a la comedia física, a las dotes corporales de sus actores y que nos remiten a Buster Keaton, Laurel y Hardy o al ya mencionado Chaplin. Peppy metiendo su mano en la chaqueta de George para simular que él la abraza, todas las birllantes intervenciones del perro junto al protagonista, las escenas de baile, las de los estrenos a los que asiste Valentin eclipsando a sus compañeros de reparto o cuando posa delante de los fotógrafos para ser retratado en los periódicos nacionales.
Pero en los pasajes dramáticos y de decadencia de Valentin pueden verse los momentos más memorables de la película. El protagonista derramando la copa en el reflejo de su rostro en la mesa de cristal, cuando descubre la habitación secreta de Peppy y su reacción ante tal hecho, el momento del incendio en su apartamente tras el ataque de ira en el que destruye las películas que protagonizó (renunciando a sus pasado cuando se enfrenta a su presente), su melancólica asistencia al poco concurrido estreno de sus film como actor, productor y director Tears of Love o el poderosísimo pasaje del sueño con sonido.
Sería injusto no mencionar la mastodóntica labor del actor francés Jean Dujardin en el rol de George Valentin. El protagonista de The Artist es una amalgama de varios galanes del Hollywood dorado. No es difícil ver en su magnífica composición maneras y movimientos de actores como Clark Gable, Cary Grant o el ya mencionado (e inevitable) Rodolfo Valentino. Su trabajo es prodigioso en lo que a su fisicidad se refiere (baila, salta, ríe e imita a su inseparable perro en momentos realmente cómicos) pero también sabe tensar el dramatismo, hacer uso de los silencios y las miradas para transmitir orgullo, amor, envidia, rechazo o indiferencia.
Los secundarios no hacen sombra al actor francés, pero sería de necios no mencionar la deliciosa labor de Bérénice Bejo como Peppy, transmitiendo candor, simpatía y bondad. También tenemos a un John Goodman como productor de cine ambicioso, a James Cromwell como Clifton, el fiel chófer de George Valentin y en un breve papel y bastante desaprovechado (ya que tiene planta ante la cámara como actor de cine mudo gracias a su contenido gestualidad, quién lo diría siendo quién es) Malcolm McDowell al que deberían de haber dado algo más de tiempo durante el metraje ya que su intervención es tan espisódica que no pasa de cameo.
The Artist de Michel Hazanavicious me ha dado todo lo que esperaba. Esta obra debería poder ser disfrutada por todo tipo de espectador, porque a pesar de ser una carta de amor a una época muy determinada del mundo del cine, en su interior atesora una oda al séptimo arte como medio en su totalidad. Aunque es cierto que aquella persona que sienta un cariño especial por unos títulos de crédito en blanco y negro, un proyector viéndose reflejado en una tela blanca y un enorme cartel de The End cerrando un largometraje, disfrutará posiblemente a muchos más niveles esta rareza tan necesaria como oportuna que nos ha devuelto después de casi cien años el material con el que están hechos los sueños.