miércoles, 28 de febrero de 2018

La Forma del Agua, sueños líquidos



Título Original The Shape of Water (2017)
Director Guillermo del Toro
Guión Vanessa Taylor y Guillermo del Toro
Reparto Sally Hawkins, Doug Jones, Michael Shannon, Octavia Spencer, Richard Jenkins, Michael Stuhlbarg, Lauren Lee Smith, David Hewlett, Nick Searcy, Morgan Kelly, Dru Viergever, Maxine Grossman, Amanda Smith, Cyndy Day, Dave Reachill




Desde que tuviera su puesta de largo internacional en el Festival de Venecia de 2017, donde se alzó con el preciado León de Oro a la mejor película, la carrera comercial y crítica de La Forma del Agua, la última película del cineasta mexicano Guillermo del Toro, ha estado plagada de triunfos y tragedias. Por un lado el décimo largometraje del autor de Cronos ha recibido un enorme reconocimiento en forma de nominaciones y galardones internacionales que han confirmado que nos encontramos ante lo que ya ha sido considerada por muchos como su gran obra maestra. Por otro debemos hacer mención a las múltiples acusaciones por plagio de las que ha sido acusado el film, algunas de ellas a manos de compañeros de oficio como el director francés Jean-Pierre Jeunet afirmando que el azteca ha copiado una escena de su ópera prima Delicatessen, y que culminaron cuando la semana pasada el hijo del dramaturgo estadounidense Paul Zindel demandó a Del Toro confirmando que su guión para la película tiene demasiadas similitudes con la obra de teatro Let Me Hear You Whisper, escrita por su padre en 1969. Como no sabemos si estos problemas influirán en modo alguno el próximo 4 de marzo durante la ceremonia de esos Oscars en los que el film parte como favorito optando a 13 estatuillas, hoy solamente vamos a centrarnos en dar nuestra opinión sobre la que puede considerarse, sin lugar a dudas, una de las películas de la temporada.




La Forma del Agua nace como un capricho por parte de su artífice, Guillermo del Toro, cuando afirma que siempre había soñado que en la mítica cinta de la Universal de 1954 dirigida por Jack Arnold, La Mujer y el Monstruo (Creature From the Black Lagoon), el ser anfibio acababa siendo la pareja de la aterrada Julie Adams. Tomando como punto de partida esta idea y dejándose influenciar por no pocos referentes tanto cinematográficos como literarios, el director de Mimic diseña un cuento de hadas que no elude los pasajes oscuros y viscerales contextualizando su relato en un 1960 en el que la Guerra Fría sirve como terreno fértil para inyectar en el argumento un tono de thriller que se complemente con la trama central sustentada en el melodrama y el romance. De esta manera Guillermo del Toro da a luz un producto que atesora en su interior la mayor parte de sus señas de identidad como narrador y cineasta amalgamando las diferentes vertientes de su propio discurso en una pieza que se aleja un poco de sus últimas producciones y se adentra en unos terrenos más humildes y genéricos, pero con un resultado que al que esto firma no le parece tan sobresaliente como se ha afirmado desde el mismo estreno de la cinta. A continuación trataremos de defender la idea de que la última película del mexicano es una obra notable, pero alejada de esa magnificencia que tan pronto le han inculcado de manera casi generalizada.




No es nuestra intención hacer leña del árbol caído y lo cierto es que el comportamiento de algunos compañeros de oficio, como el ya citado Jean-Pierre Jeunet, con respecto a la labor de Guillermo del Toro no ha sido del todo justa, pero en honor a la verdad hay demasiadas similitudes entre La Forma del Agua y films previos adheridos al mismo género o a otros de similar naturaleza, y sí, podemos incluir algunos del director francés. Cuando el largometraje que nos ocupa da sus primeros pasos no deja de ser una versión estadounidense de Amelie con la protagonista trabando amistad con su vecino, viviendo su sexualidad sin prejuicios (aunque en esta ocasión se centre en el onanismo) y ofreciéndose para ayudar a los demás de manera desinteresada. Si a eso añadimos la dirección artística del laboratorio secreto del gobierno en el que trabaja como limpiadora Elisa (Shally Hawkins) junto a su compañera Zelda (Octavia Spencer) que parece sacada de el paisaje gótico e industrial de La Ciudad de los Niños Perdidos ya tendríamos todos los ingredientes para que el director de Alien Resurrección pusiera el grito en el cielo y con más argumentos que el motivo principal por el que ha acusado a Del Toro de plagio, la escena que supuestamente copió de su debut en la dirección junto a su por aquel entonces amigo, Marc Caró. Por suerte una vez que el mexicano ha puesto las fichas sobre el tablero ofrece su verdadera cara y ahí es cuando La Forma del Agua da todo lo que tiene dentro, aunque sólo sea desde un punto de vista técnico e interpretativo.




Con todo este material a su alcance Guillermo del Toro vuelve a los terrenos de aquella obra maestra llamada El Laberinto del Fauno, aunque desde una perspectiva más contenida en cuanto a la vertiente sobrenatural y fantástica, aunando luz y oscuridad, amor y odio, inocencia y perversión, rodeando de deshumanización una historia romántica y alegórica que no entiende de diferencias físicas, sociales o emocionales, como si unas pocas personas realmente bondadosas tuvieran que enfrentarse a todo un mundo construido sobre la avaricia, el miedo a lo desconocido, la violencia, el asesinato y la muerte. Desde el mismo arranque en el que Giles nos habla de la “Princesa Muda” con su apartamento anegado de agua el director nos sumerge, literalmente, en este relato que rinde tributo tanto al Hollywood clásico como a los musicales, el celuloide silente, las películas de los monstruos de la Universal o los thrillers de espionaje. En el proceso y ayudado por la preciosista fotografía de Dan Laustsen (La Cumbre Escarlata), la etérea banda sonora de Alexander Desplat (Argo) y el exultante diseño de producción de Paul D. Austerberry (Pompeya), que captura con gran fidelidad los Estados Unidos de los primeros años 60, Del Toro se encuentra como “pez en el agua” en este pequeño microcosmos en el que podemos vislumbrar muestras de lo mejor y lo peor que habita en el alma humana.




En cuanto al reparto encontramos a un grupo de excelentes actores, con unas respectivas carreras más que asentadas a estas alturas, ofreciendo una labor sencillamente brillante. Desde una cándida Shally Hawkins que llena de magia cada encuadre que repara en su presencia o un Doug Jones que por medio de su fisicidad insufla verdad a ese “hombre pez”, pasando por una carismática y divertida Octavia Spencer, un entrañable Richard Jenkins como mejor amigo de la protagonista y llegando a un ambivalente Michael Stuhlbarg o un aterrador Michael Shannon todos los intérpretes ejecutan composiciones excelsas apelando a su propia veteranía y a lo bien guiados que están por la mano del cineasta mexicano. Con respecto al papel interpretado por el Zod de El Hombre de Acero, que no deja de ser un émulo de su agente Nelson Van Alden de la soberbia serie Boardwalk Empire, podemos hablar del contrapunto perfecto a la bondad de Elise, su opuesto en todos los sentidos. Richard Strickland es un hombre lleno de prejuicios, un ser racista, machista y clasista que mira por encima del hombro a empleados, familiares y subordinados. En su complejo de inferioridad y afán por pisotear a los que él considera más débiles anida el mensaje sobre tolerancia, integración y fraternidad que yace bajo la piel escamada de La Forma del Agua y por medio de sus actos violentos y sádicos Del Toro acentúa cómo el ser anfibio del que se enamora Elisa llega a ser mucho más humano que este coronel del ejército estadounidense.




El problema más grave de La Forma del Agua es el que suelen padecer no pocos de los largometrajes del director de Hellboy, un guión que no está a la altura de las consecuencias y la historia que se nos quiere narrar. Guillermo del Toro y su colaboradora, Vanessa Taylor, ejecutan un libreto que carece totalmente de originalidad exponiendo un cuento que hemos visto cientos de veces en otros largometrajes y que abraza la previsibilidad desde los primeros minutos de metraje. Estas carencias en cuanto a la construcción del relato no tendrían que ser demasiado reprobables, realizar un argumento verdaderamente genuino a día de hoy es una misión imposible, pero por desgracia a ello debemos sumar la superficilidad con la que están abordadas algunas de las ideas más importantes de la obra. Aunque se antoja tierna y cercana en todo momento la historia de amor entre la criatura y Elisa está construida de manera inadecuada, sin permitir que la misma se desarrolle y consolide desde una perspectiva realista. En este sentido, y ya que ambos personajes se comunican por el lenguaje de signos y la expresividad corporal y facial, Del Toro debería haber incidido más en este aspecto e incluso en la sexualidad compartida entre los dos personajes que es asimilada con un puritanismo que entronca con la intencionalidad inicial del film que no eludía los deseos más primarios de su protagonista. Con esto no queremos afirmar que el film necesite secuencias de sexo explícitas, pero sí apelar a una carnalidad que, manteniendo el equilibrio con los pasajes más emocionales y románticos, hubiera hecho ganar enteros a una relación que en ocasiones parece más sustentada en la compasión que en el verdadero amor.




Este defecto en el guión no sólo se queda en la historia romántica que vertebra el film, el resto de subtramas también adolecen del desarrollo y la solidez que debieran por culpa de una inadecuada escritura. Toda la parte centrada en la criatura marina está acometida con trazo grueso, sin explicar en ningún momento de manera pormenorizada o realista cuáles son las intenciones con respecto a este ser más allá de hacerlo sufrir y matarlo para estudiar su cadáver, cuando experimentar con él, siempre en el contexto injusto e inhumano del relato, sería de mucha más utilidad para el ejército de Estados Unidos en ese aspecto. La subtrama de espionaje también es un añadido que, aunque interesante, se antoja totalmente prescindible conceptual y narrativamente ya que todo lo que el personaje de Michael Stuhlbarg lleva a cabo, desde una perspectiva vital, y su interacción con el de Michael Shannon podría haberse ejecutado sin tener que recurrir a los rusos y su peso en el film, aunque en su favor debemos decir que el contexto de la Guerra Fría es un buen terreno para cultivar la deshumanización del coronel Richard Strikcland. Hasta los pasajes centrados en los intentos por seducir al camarero realizados por el Giles de Richard Jenkins se adentran en los terrenos del maniqueísmo y la redundancia por mucho los mismos sirvan para dar bagaje a dicho rol, criticar la intolerancia de la época, no muy diferente a la de la actualidad, y crear la importante fricción entre Elisa y su amigo que marcará el devenir de acontecimientos posteriores en el metraje.




Preciosista, técnicamente deslumbrante, un homenaje cariñoso e íntimo al cine y la literatura fantástica, interpretativamente impecable y hasta cierto punto emocionante, pero La Forma del Agua no es ni la obra maestra que muchos proclaman, ni la mejor película de su autor. Guillermo del Toro ha depositado toda su profesionalidad en la puesta en escena y la dirección de unos actores que devoran cada plano, pero el guión que él mismo ha diseñado junto a Vanessa Taylor no despliega todas las posibilidades narrativas que planteaba con su punto de partida. En el proceso la película, que contiene algunas secuencias de una belleza epatante como la del cuarto de baño inundado o la de la proyección en el cine, no consigue llegar con la suficiente fuerza a la platea como para que el espectador se implique al 100% con la atípica historia de amor de estas dos almas solitarias. Más allá de polémicas o acusaciones y centrándonos en un plano estrictamente cinematográfico La Forma del Agua resulta una película tan bien ejecutada y merecedora de ser vista como exageradamente alabada y enaltecida. Lo que sí es cierto es que el simple hecho de que una cinta de naturaleza fantástica como esta sea la candidata con más nominaciones para la inminente edición de unos premios tan conservadores como los Oscars ya es todo un logro del que un Guillermo del Toro, al que nadie le va a quitar su merecido Oscar al mejor director, puede estar orgulloso. Ya la estatuilla a la mejor película dificilmente se la arrebatará a esa Tres Anuncios a las Afueras, más del gusto de los académicos, con la que competirá el próximo 4 de marzo, pero esa es otra historia y esta vez más apegada a la triste y cruda realidad.



martes, 20 de febrero de 2018

The Cloverfield Paradox, perdidos en el espacio



Título Original The Cloverfield Paradox (2018)
Director Julius Onah
Guión Oren Uziel
Reparto Gugu Mbatha-Raw, David Oyelowo, Daniel Brühl, Elizabeth Debicki, Zhang Ziyi, Chris O'Dowd, John Ortiz, Aksel Hennie, Roger Davies, Donal Logue






El pasado 4 de febrero, en plena celebración de la final de la Superbowl, saltaba la noticia. Netflix había adquirido los derechos de la tercera entrega de la saga Cloverfield y no sólo estrenaba el trailer durante la retransmisión del partido, también subía sin previo aviso el largometraje a su plataforma para que todos sus usuarios pudieran verla sin conocer prácticamente nada de su argumento que, como dicta la tradición dentro de esta franquicia ideada en su origen por J.J. Abrams, había sido guardado bajo el más estricto de los secretismos. A la mañana siguiente las malas críticas por parte de espectadores y prensa especializada no se hicieron esperar y The Cloverfield Paradox fue masacrada, siendo tildada de caótica, oportunista y endeble desde un punto de vista cinematográfico. Un servidor va a intentar ir un poco a contracorriente ya que, posiblemente por las pocas expectativas despositadas en ella, se ha encontrado con una cinta espacial genérica que no merece la mala fama que tiene.




En el año 2028 la Tierra se encuentra sumergida en una enorme crisis energética y por este motivo varias naciones del planeta deciden diseñar una estación espacial llamada Cloverfield en la que se reunirá una tripulación internacional cuya misión será, por medio de un acelerador de partículas apodado "Shepard", tratar de proporcionar un flujo infinito de energía para poder ser consumida indefinidamente en nuestro planeta. Después de dos años de misión espacial y con sólo tres intentos más para realizar pruebas con el Shepard los problemas personales de los astronautas comenzarán a aflorar entre unos y otros por culpa de la presión. Tras el último intento fallido de utilizar el acelerador de partículas los tripulantes de la Cloverfield ven que la Tierra ha desaparecido de su órbita y que unos extraños hechos inexplicables comienzan a sucederse dentro de la estación espacial.




The Cloverfield Paradox, que en su origen se la conoció durante largo tiempo como God Particle, sigue estando impulsada por aquellos que idearon la primera entrega de la saga, o lo que es lo mismo, J.J. Abrams (Star Wars VII: El Despertar de la Fuerza), Drew Goddard (La Cabaña en el Bosque) y Matt Reeves (La Guerra del Planeta de los Simios), pero con el trío sólo ejerciendo labores de producción ejecutiva. Del guión se ocupa Oren Uziel (Infiltrados en la Universidad), de la dirección Julius Onah (The Girl is in Trouble) y el reparto cuenta con algunas caras conocidas como Daniel Brühl (Capitán América: Civil War), David Oyelowo (Selma), Zhang Ziyi (Tigre y Dragón), Gugu Mbatha-Raw (La Bella y la Bestia), John Ortiz (El Lado Bueno de las Cosas), Aksel Hennie (Hércules) y Chris O'Dowd (La Boda de mi Mejor Amiga) que conforman la tripulación de la estación espacial Cloverfield.




La última entrega de la franquicia Cloverfield es, desde un punto de vista técnico, una cinta espacial que puede adscribirse sin mucho problema a las producciones de este tipo que diseña Hollywood y eso que su presupuesto de 45 millones de dólares es bastante humilde en comparación con el que contaron largometrajes del mismo género como Gravity, Interestelar, Alien Covenant o The Martian que, como mínimo, doblaban ampliamente al de la cinta que nos ocupa. El presupuesto luce bien en pantalla, de modo que al diseño de producción, la dirección artística o los competentes efectos digitales que dan forma tanto a la estación Cloverfield como a la infinidad espacial que la rodea pocos defectos les podemos achacar, ya que los mismos cumplen sobradamente su cometido a la hora de ejercer de casi única localización para el devenir de acontecimientos que tienen lugar a lo largo del metraje y la interacción que llevan a cabo los personajes en él.




Desde el punto de vista de el guión Oren Uziel teje una historia tan eficiente como procedimental sobre astronautas que se enfrentan a una presencia inhumana dentro de la estación espacial en la que se encuentran confinados, recorriendo caminos mil veces transitados y lugares comunes dentro de este tipo de celuloide, pero con aceptable oficio. Ecos que van desde Horizonte Final (Event Horizon) a Alien: El Octavo Pasajero toman forma a modo de añadido genérico dentro de un desarrollo de múltiples situaciones que desfilan por pantalla a un ritmo lo suficientemente adecuado como para que el metraje de 102 minutos pase en un suspiro y antes de que el espectador, que en ningún momento ha llegado a aburrirse, se de cuenta de ello la obra finalice dejando en la platea la sensación de haber asistido a un producto tan cumplidor como intrascendente debido a su sana y nada ambiciosa propuesta argumental que a nadie debe coger por sorpresa.




En cuanto a la dirección el cineasta de origen nigeriano Julius Onah toma el rol de empleado al servicio de una cinta controlada casi en su totalidad por J.J. Abrams y sus colaboradores. Con este exiguo terreno para ejercer su oficio realiza una labor encomiable colocando adecuadamente la cámara cuando la situación lo exige, dando ritmo a las secuencias que llevan a imagen real el guión de Oren Uziel y eludiendo en todo momento incluir cualquier tipo de rasgo personal como narrador para que una producción como esta, que demanda un estilo tan efectivo como impersonal, le permita destacar en manera alguna si sus intenciones se alejan de la agenda establecida por los productores. De esta manera el agradecido look visual, el acomodo en el encuadre de los efectivos efectos especiales y sus dotes para aprovechar las pocas localizaciones que tiene a su disposición hablan evidentemente bien de su trabajo detrás de las cámaras.




Dentro del reparto internacional todos los actores cumplen su cometido a la hora de dar vida a sus correspondientes roles. Evidentemente algunos de ellos tienen más peso que otros, en ese sentido podemos considerar a la Ava Hamilton de Gugu Mbatha-Raw la protagonista oficial de la película, pero hasta los que interpretan a personajes de menos peso demuestran de manera elocuente su profesionalidad. Por otro lado algo que es de muy agradecer a The Cloverfield Paradox es que, sin que ninguno de ellos se revele como un dechado de tridimensionalidad, los miembros que dan forma a la tripulación de la estación espacial demuestran que pueden errar y ser egoístas con algunas de sus acciones, pero no se adentran en los terrenos de la estupidez máxima como sí lo hacían las de Prometheus y Alien: Covenant que competían en dura pugna por copar el podio de personajes más imbéciles de la historia del cine de ciencia ficción.




La pregunta es que si todos los apartados que hemos mencionado funcionan de manera eficiente, aunque no destacable, ¿qué es lo que falla en The Cloverfield Paradox para que no se convierta en una pieza memorable y llegue incluso a ser considerada, de manera un tanto injusta, un producto paupérrimo en no pocos aspectos?. Para llegar a la posible respuesta debemos volver al guión ya que seguramente sea el penoso perfil de personajes del que hace gala el film su mayor flaqueza. La última entrega de la saga Cloverfield comete el grave error de, después de un prometedor arranque con respecto al retrato de las criaturas que pulularán por su metraje, ser tan simplista en este sentido como para que la primera palabra que salga por boca de cada uno de los protagonistas deje claro a que clase de "estereotipo" dará vida. El colmo de la desfachatez en este sentido viene con el Volkov de Aksel Hennie que en cuanto comienza a hablar mirando a cámara ofrece claras muestras de que va a producir problemas al resto de sus compañeros.




Por desgracia la escritura de The Colverfield Paradox no sólo se regodea a la hora de ofrecer papeles maniqueos a varios de los protagonistas, también presenta de manera tan acelerada a la mayoría de estos personajes y sus interacciones mutuas que algunos de ellos que supuestamente mantienen relaciones sentimentales, como el de Daniel Bruhl con el de Zhang Ziyi, están tan poco desarrollados que no llegamos a empatizar en ningún momento con sus desgracias o la situación extrema a la que se enfrentan como grupo de personas con vínculos afectivos. De hecho el guión está tan deficientemente abordado desde esta perspectiva que tenemos a secundarios, como el Monk de John Ortiz, que casi no tiene diálogos, antojándose un personaje que si no fuera por las acciones que lleva a cabo parecería totalmente arbitrario e innecesario en la historia. Cuando nos damos cuenta de que sólo el papel de Gugu Mbatha-Raw tiene algo de poso dramático gracias a la subtrama que se construye alrededor de su vida privada descubrimos que aquí es donde la tercera entrega de la franquicia hace aguas.




Más allá de esas deficiencias con respecto a la inadecuada manera en que han sido abordados los personajes desde el punto de vista de la escritura el que esto firma no entienda la inquina y la desproporcionada respuesta negativa hacia The Cloverfield Paradox. No voy tampoco a cantar excesivas alabanzas hacia una producción que peca de rutinaria, escasamente original y con nula personalidad, pero que cumple su misión de entretener, ofrece poco más de hora y media de acción, terror, algunos golpes de humor bastante bizarros y a última hora una conexión bastante gratuita, pero exigible, con el resto de la saga. Para finalizar esta reseña no sólo afirmo que nos encontramos con una cinta agradable de ver y bastante divertida, sino que en comparación con la excesivamente alabada Calle Cloverfield 10 (10 Cloverfield Lane) me parece bastante más lograda e interesante. Ahora sólo queda esperar a esa Overlord que devolverá la franquicia a los cines y que se desarrollara  en la segunda guerra mundial.


domingo, 18 de febrero de 2018

The Ritual, bosque de sombras



Título Original The Ritual (2017)
Director David Bruckner
Guión Joe Barton, basado en la novela de Adam Nevill
Reparto Rafe Spall, Rob James-Collier, Sam Troughton, Arsher Ali, Jacob James Beswick, Paul Reid, Kerri McLean




El pasado mes de septiembre del año 2017 The Ritual celebrarba su premiere internacional en el Toronto International Film Festival recibiendo una buena acogida por parte del público y la prensa especializada. En ese mismo momento los avispados responsables de la plataforma streaming Netflix se interesaron por la obra y la comprabron para poder incluirla dentro de su catálogo y estrenarla el 9 de febrero del presente 2018. Antes de ello el film recaló en el Festival de Cine de Sitges donde consiguió el premio a la mejor actor para su protagonista, Rafe Spall, acrecentando de este modo un poco más la fama de potencial obra de culto detrás del largometraje. Esta pequeña producción británica, inspirada en la novela homónima del escritor Adam Nevill, supone el primer trabajo de realización en solitario por parte del cineasta estadounidense David Bruckner, al que recordamos de films corales como Southbound o La Señal (The Signal), y está protagonizada por el ya citado hijo de Timothy Spall (Sweeney Todd) o los actores Asher Alli (Doctor Who), Robert James-Collier (Downton Abbey), Sam Throughton (Alien vs. Predator) y Paul Reid (Vikingos) entre otros. A estas alturas The Ritual ya ha sido subida a Netflix y después de haberla visto ya podemos dar una opinión formada sobre su resultado.




Para no llevar a engaño a nadie debemos afirmar lo antes posible que el argumento de The Ritual no destaca precisamente por su originalidad y naturaleza rompedora. Un grupo de amigos británicos deciden, después de vivir un suceso trágico que los marcará profundamente, realizar senderismo por las montañas de Suecia. Una vez allí las tensiones producidas por el trágico hecho que los reunió y la presencia de algún tipo de entidad o criatura en los bosques convertirán su viaje en un infierno que los llevará a una aldea habitada por unos extraños personajes. Este punto de partida tomado prestado de la novela de Adam Nevill en la que se inspira la película servirá al guionista Joe Barton y al director David Bruckner para ejecutar una pieza adscrita al terror que hunde sus raíces en la mitología y el folklore escandinavo, siendo conscientes de que no están inventando nada revolucionario, pero poniendo todo de su parte para realizar una producción de género estimable en varios aspectos que consiga resultar atractiva de cara a distinto tipo de espectador. Viendo el resultado a fe de un servidor que semejante hazaña la consiguen sobradamante, sin tampoco adentrarse en ningún momento en los terrenos de la grandeza cinematográfica.




A simple vista The Ritual parece una mezcla entre El Proyecto de la Bruja de Blair (1999) y The Wicker Man (1973) con algunos apuntes estilísticos de La Bruja (2015) y Anticristo (2009). De la primera toma el punto de partida sobre un grupo de amigos que se pierden en la inmensidad de un bosque siendo allí asediados por lo que parece un ser sobrenatural muy vinculado con la historia de dicha localidad y de la segunda tanto la atmósfera como el culto a una especie de deidad que está representada por una figura realizada en mimbre. De las dos siguientes toma de una la imaginería visual y religiosa que se acentúa en el último tercio con los habitantes de esa aldea que parece anclada en el siglo XVII y de la otra no pocos recursos a la hora de retratar el bosque en el que se adentran los personajes como un protagonista más, una especie de localización viviente y cambiante de reminiscencias arcanas y heréticas que se antoja como una amenaza continua e inexorable para ellos. Por suerte el conjunto no queda reducido a una serie de referencias a estas, u otras, obras previas que hemos citado y tanto Joe Barton al guión, David Bruckner a la dirección y el excelente reparto de actores consiguen dar cierta profundidad y resoluciones visuales considerablemente destacables a The Ritual para poder ser considerada una pieza meritoria dentro del género al que se adhiere.




Un servidor no conoce la novela de Adam Nevill en la que está basada The Ritual, pero en cuanto a estructura y desarrollo el guión de Joe Barton inspirado en sus páginas acomete con profesionalidad dar solidez a la propuesta cinematográfica planteada en la obra. El arranque del film expone el hecho trágico que vertebrará todo el discurrir de la trama principal, no sólo sobrevolando todo el metraje como una sombra de la que los personajes principales no pueden librarse, sino también dando profundidad al protagonista interpretado por Rafe Spall, que a pesar de compartir plano con otros roles bastante bien definidos lleva sobre sus hombros todo el peso psicológico planteado por la historia. De esta manera el guión nos permite identificarnos y empatizar con un grupo de amigos apegados a un agradecido realismo que se aleja de estereotipos más o menos manoseados, eludiendo caminos mil veces transitados por cintas de este género pobladas por criaturas unidimensionales que en el mejor de los casos nos causan indiferencia y en el peor de ellos deseamos que mueran a manos del asesino en serie, monstruo, o ser sobrenatural de turno. Una vez somos conscientes de que la escritura del film es lo suficiemtemente sólida como para que nos preocupemos por la integridad física y psicológica de los despistados excursionistas la mayor parte del trabajo está hecho.




Este guión es aprovechado por un inspiradísimo David Bruckner detrás de las cámaras, demostrando que sus incursiones previas dentro del género de terror lo han formado para convertirse en un muy digno artesano. La puesta en escena del estadounidense da buenas muestras de su eficacia ya desde la escena del supermercado, para que posteriormente esta se vaya acentuando gradualmente cuando llegamos a los terrenos agrestes de Suecia. El director es consciente de la importancia capital que tienen en su relato tanto el bosque en el que se desarrollará el argumento como la mitología nórdica que irá vislumbrándose poco a poco durante los primeros compases de la película para mostrarse completamente en el clímax final con la aparición de una criatura que sólo nos había sido sugerida a lo largo del metraje por medio del fuera de campo o los resultados de sus brutales ataques y que una vez mostrada en pantalla en todo su esplendor no decepciona gracias al excelente diseño infográfico y animatrónico con el que ha sido ideada y que en todo momento se antoja realista de cara al espectador. Pasajes como el de esa lejana mano apoyada en uno de los árboles que dan forma a ese infierno que supone una montaña perdida en el país sueco, la noche en la cabaña con ese relámpago estático que se convierte en algo diametralmente opuesto para desgracia del personaje de Luke o todo lo que toma lugar durante la media hora final dan pistas de que nos encontramos ante un prometedor director.




Previamente hemos apuntado que el guión de Joe Barton perfilaba con sabiduría unos personajes que nos resultaban cercanos o empáticos y con los que era sencillo poder implicarnos. Pero también es cierto que gran parte de ese logro se debe al destacable trabajo interpretativo del grupo de actores que dan vida a los protagonistas de la obra cinematográfica. No es difícil vernos a nosotros mismos o a alguno de nuestros allegados en cualquiera de los cuatro senderistas que se pierden en los paisajes nórdicos de los que presumen las localizaciones del largometraje, ya que todos ellos están interpretados por profesionales que saben aprovechar adecuadamente el material que el libreto pone a su disposición, incitándolos a aumentar gradualmente sentimientos de vulnerabilidad e impotencia que los convierta en víctimas de un entorno indudablemente hostil. Un cuarteto de actores que se entregan a la causa de su director y que están comandados por un enorme Rafe Spall que llena de matices su criatura convirtiendo todo el trayecto físico y psicológico en el que se ve envuelto a lo largo de la película en una expiación de demonios interiores y un ejercicio de redención con el que conseguir estar de nuevo en paz consigo mismo después de los hechos acaecidos durante el prólogo y que lo tienen a él como eje central.




Satisfactoria en varios aspectos, poco ingeniosa en su planteamiento y entretenida en todo momento The Ritual es una apetecible pieza de género cuyo visionado se antoja agradecido y hasta enriquecedor en lo referido a conocer un poco más la mitología nórdica tan de moda en el medio audiovisual actual gracias al cine y la televisión. David Bruckner remata con una labor digna de elogio su primer proyecto en solitario amalgamando con pericia espíritus tan contrapuestos a la hora de realizar cine de terror como son los estilos estadounidense y europeo. La mezcla resulta convincente y no sólo termina por facturar una de las cintas de género más interesantes de lo que llevamos de año, también aventura a un prometedor cineasta que eligiendo adecuadamente sus proyectos futuros puede todavía depararnos más de una sorpresa como esta The Ritual que demuestra una vez más que todo lo que a Netfilx le falta para insuflar calidad y entereza a la hora de diseñar su producción propia dentro del medio cinematográfico le sobra como empresario que sabe sacar el máximo provecho de material ajeno para apoderarse de él, venderlo con su nombre y seguir engrosando el ya abultado catálogo del que dispone y contra el que, para bien o para mal, es muy difícil competir desde otras plataformas streaming.


viernes, 9 de febrero de 2018

Happy!: Temporada 1, a christmas carol



"Chico, si te recuerdo a tu mamá, tienes problemas más grandes que un agujero en tu cabeza"




En parte puede comprenderse la indignación de aquellos que esperaban que la primera traslación al medio audiovisual de una obra del célebre guionista escocés Grant Morrison fuera alguno de sus trabajos más destacados adscritos a sus colaboraciones con las colecciones superheróicas como Arkham Asylum, su etapa con la JLA, Nuevos X-Men o All Star Superman (aunque esta conoce una versión animada) o piezas más personales ideadas bajo el amparo del sello Vertigo ya sean Flex Mentallo, Los Invisibles, El Asco o We3, por poner sólo unos ejemplos, pero nada más alejado de la realidad. Happy! la intrascendente miniserie realizada al alimón junto a Darik Robertson (The Boys, Transmetropolitan) para Image Comics ha sido la elegida para tan honroso debut. Después de que el rapero, reconvertido en actor y director, RZA (El Hombre de los Pueños de Hierro 1 y 2) intentara llevar el cómic a la pantalla grande sin éxito finalmente fueron el director Bryan Taylor (Ghost Rider: Espíritu de Venganza) el actor Christopher Meloni (Ley & Orden: Unidad de Víctimas Especiales) y el mismo Grant Morrison los artífices de la adaptación a imagen real, por mediación de la cadena de de pago estadounidense SyFy, de las correrías de Nick Sax y el unicornio alado Happy.




Un servidor siempre pensó que si había en un equivalente en cine al guionista, también escocés, Mark Millar ese era el tándem de directores estadounidenses formado por Mark Neveldine y Bryan Taylor. Autores de productos profundamente pasados de rosca como Crank 1 y 2, Gamer o Ghost Rider: Espíritu de Venganza esta pareja solía facturar films demenciales, políticamente incorrectos y de muy mal gusto que paradójicamente no sólo eran harto divertidos, sino que estaban facturados magníficamente desde un punto de vista técnico, ejecutando unas secuencias de acción brutalmente efectivas. La pareja se disolvió y mientras Mark Neveldine se volcó en producciones de terror como la inenarrable Exorcismo en el vaticano (The Vaticano Tapes) Bryan Taylor decidió seguir con el tipo de cine que había diseñado hasta ese momento con esa desquiciada Mom & Dad, protagonizada por Nicolas Cage y Selma Blair, que está por llegar a las carteleras y esta adaptación de Happy! que no es un cómic de Mark Millar, pero en él sí trató Grant Morrison emular el estilo más gamberro de su compatriota o el de Garth Ennis, como afirmé en la entrada que dediqué la semana pasada a la obra en viñetas. A Bryan Taylor se sumaron un Grant Morrison como autor del cómic original, showrunner y guionista de hasta tres de los ocho episodios que consta la temporada, así como un Christopher Meloni que se implicó en el proyecto no sólo como actor, sino también como producto ejecutivo.




Vaya por delante que hay dos tipos de espectadores que deberían huir de Happy! como alma que lleva el diablo, porque la experiencia de visionarla se les antojará agónica. Los primeros son los que odiaron el cómic de Grant Morrison y Darik Robertson porque, con algunas diferencias que apuntaremos más adelante, todo lo que acontecía en las viñetas está aquí. Los segundos son los que no soportaban las películas en las que Bryan Taylor estaba implicado como realizador, porque sí amigos, esta primera temporada es Crank 3: Veo Unicornios Azules. Como acabamos de mencionar dicha tanda de ocho episodios adapta con considerable fidelidad del argumento de la obra en la que se inspira, haciéndose fuerte con los pasajes que están directamente extraídos de las páginas y renqueando un poco más en varias de las subtramas que los ideólogos del programa han creado expresamente para él con la intención de cubrir ocho horas de metraje que sólo con el contenido de la miniserie original no hubiese tenido suficiente. De esta manera añadidos como la incidencia en la familia del mafioso Blue (Ritchie Coster), la aparición de su hermana Isabella (Debi Mazar) y el reality show que co protagoniza, la reclusión de los niños por parte Smoothie (Patrick Fischler) o pasajes hilarantes como el ingreso de Happy en esa club de “Amigos Imaginarios Anónimos” añaden no pocos momentos divertidos, pero pasado el ecuador de la temporada varios de ellos se exceden innecesariamente y ralentizan la historia principal de Nick Sax.




Porque es indudable que la trama del ex detective reconvertido en asesino a sueldo que en plena navidad se embarca en la búsqueda de su hija secuestrada con la ayuda del imaginario unicornio volador de color azul y la de su compañera y ex amante, la Detective Meredith McCarty (Lily Mirojnik) es la más sólida y la que mejores momentos depara esta primera temporada. El Nick Sax al que da vida un espídico, carismático, socarrón y entrañable Christopher Meloni es el mejor hallazgo de Happy! gracias en gran parte a la decisión de los guionistas de añadir mucho humor a su personalidad, el mismo del que carecía su contrapartida en viñetas que no era muy dado a la comicidad. De esta manera el actor de El Hombre de Acero se apodera de la serie sustentando en sus hombros el peso de la misma, entregándose a una carrera contrarreloj en la que no deja de suministrar y encajar disparos, palizas y puñaladas rodadas con la habitual pericia de un Bryan Taylor que inyecta una puesta en escena lisérgica y bestial que poco a poco se va atenuando con el devenir de los episodios. Su relación con Happy es deliciosa tanto por lo bien que interactúa en pantalla con una criatura digital que en ningún momento está delante de él como por el excelente trabajo que hace Patton Oswald dando voz y personalidad al personaje que es aquí mucho más memorable de lo que fue nunca en el cómic.




Es curioso que la personalidad enfermiza de Bryan Taylor y la no menos irracional de Grant Morrison adscrita al discurso que destiló en el cómic de Happy! congenien tan bien en pantalla llegando incluso a retroalimentarse. Parece como si el autor de Animal Man se sintiera cómodo con la sesión continua de locuras que el director añade a esta temporada como la visita onírica de Nick al programa de Jerry Springer, todo lo relacionado con el reality show de Isabella, que no deja de ser una brutal crítica a este tipo de productos, o el retrato granguiñolesco que realiza de la mafia italoamericana expuesta con un trazo grueso y totalmente carente de sutilidad. Esta relación no es unidireccional y Taylor parece pasárselo en grande con las señas de identidad del guionista de Glasgow y dentro de las subtramas que ambos idean para la serie comienza a incluir referencias a trabajos de Morrison ajenos a Happy! como esa orgía de bichos que podía haber salido de El Asco, la “conversión” de los niños en muñecos con sus cajas que no hubiera desentonado mucho en algunos pasajes de Los Invisibles o el capítulo de la reunión de los amigos imaginarios que nos retrotrae al mundo de fantasía al que huía el protagonista de Joe el Bárbaro.




Menos sórdida que el cómic no sólo en la estética sino en algunas decisiones narrativas (ni rastro de redes de pornografía infantil y sacerdotes implicados en las mismas) con un protagonista que merece todos los elogios, un reparto de secundarios en los que podemos encontrar algunos muy buenos trabajos como los de un amenazador Ritiche Coster, una aguerrida Lily Mirojnik y un grimoso Patrick Fischler la primera temporada de Happy! es excesiva, demente, brutal, incorrecta, escatológica y sádica, tal y como el cómic en el que está inspirada. Adolece de algunos problemas de ritmo debido a la innecesaria inclusión de subtramas o la idea, no siempre acertada, de dar más peso a personajes que en el papel no pasaban de anécdóticos, pero lo cierto es que al igual que Ash vs. Evil Dead es un soplo de putrefacto aire fresco como serie ligera y escapista para pasar un rato divertido viendo a un actor como Christpher Meloni, habitualmente asociado a dar vida a roles rectos e íntegros, infligir dolor ajeno a todo tipo de criminales y mafiosos a ritmo de inofensivas canciones navideñas acompañado por el mejor amigo imaginario que un sicario, drogadicto, borracho, mal marido y peor padre pueda tener. La segunda temporada ya está confirmada y ahora veremos que hacen Bryan Taylor y Grant Morrison sin material para inspirarse con una idea que no aparenta poder dar mucho más de sí.



miércoles, 7 de febrero de 2018

Puertas Abiertas, un extraño entre nosotros



Título Original The Open House (2018)
Director Suzanne Coote, Matt Angel 
Guión Suzanne Coote, Matt Angel 
Reparto Dylan Minnette, Piercey Dalton, Sharif Atkins, Patricia Bethune, Matt Angel,Suzanne Coote





La producción propia de Netflix va viento en popa y a toda vela, tanto en series de televisión como en largometrajes. En este último apartado podemos encontrar piezas como Mudbound, Máquina de Guerra, Okja, Bright, El Juego de Gerald o Amor Carnal (The Bad Batch) entre otras, casi todas ellas películas de proporciones considerables que poco tienen que envidar en cuanto a diseño de producción o presupuesto a los blockbusters hollywoodienses estrenados en pantalla grande. Pero la plataforma streaming también se dedica a diseñar obras cinematográficas de perfil más bajo, una especie de “fondo de catálogo” con el que se dedican a estrenar cintas más humildes que no buscan más que el entretenimiento de sus suscriptores. Piezas tan variopintas como Wheelman, iBoy o The Babysitter responden a esta demanda por parte de la plataforma streaming y Puertas Abiertas (The Open House) no es una excepción a esa regla. Dirigida y escrita por los debutantes Matt Angel y Suzanne Coote y protagonizada por Dylan Minette (Por Trece Razones), Piercey Dalton (The Orchard), Sharif Atkins (Ladrón de Guante Blanco) y Patricia Bethune (Caza Bajo el Sol), adscrita a géneros como el thriller o el terror y recibida con negatividad por crítica y público, nos toca ahora a nosotros dar opinión sobre la que se considera le peor obra cinematográfica salida de Netflix.




El caso de The Open House es tan curioso como desconcertante si tenemos en cuenta el equilibrio entre calidad formal e ineficacia argumental del que hace gala. La trama de la película se reduce a una madre y un hijo que tras la muerte del cabeza de familia en un accidente automovilístico deciden pasar un tiempo de retiro en la lujosa y aislada casa de un familiar, que recibe regularmente la visita de futuros compradores, para descubrir al poco tiempo que en el inmueble algo o alguien los está acosando desde las sombras. Este manido punto de partida que recuerda enormemente a una muy recuperable producción española llamada El Habitante Incierto, es de una sencillez alarmante y no deja de adscribirse, con más o menos ortodoxia, al subgénero “home invasion” sin deparar más sorpresas que las situaciones canónicas propias de este tipo de films. El problema más grande al que se enfrenta la obra de Matt Angel y Suzanne Coote es que mientras en un apartado técnico todo funciona adecuadamante, y en el artístico hay una intencionalidad cumplidora, es en la escritura donde el conjunto se viene abajo por no saber sus autores construir una historia con la que el espectador se vea adecuadamente indentificado o al menos interesado.




Lo mejor de Puertas Abiertas es sin lugar a dudas la puesta en escena de sus dos directores, inesperadamente profesional viniendo de dos cineastas con escasa, casi nula, experiencia en el medio audiovisual detrás de las cámaras. Matt Angel y Suzanne Coote, apoyados en la notable fotografía de Filip Vandewal, se muestran como unos versátiles narradores que saben medir adecuadamente los tiempos, aprovechar al máximo la exquisita localización en la que van a desarrollar su historia (mención especial para la preciosa casa, independientemente de si su interior es un estudio o no, excelente trabajo de dirección artística en ese caso) y utlizar sabiamente el apartado técnico para crear atmósfera, inyectar a la propuesta un adecuado in crescendo de tensión que mantiene inquieto en casi todo momento al espectador y sin mostrar prácticamente nada en pantalla, jugando con la sugestión y el fuera de plano. Aquí encuentra el largometraje su mayor y único aliado, en el saber estar de sus autores a la hora de construir visual y narrativamente una propuesta que podría haber sido de más que notable si no cometiera el fallo de envolver un relato considerablemente aburrido con el que no nos implicamos en ningún momento.




A pesar de que Matt Angel y Suzanne Coote tratan de dar por medio de la escritura un poso dramático a sus personajes con todo lo relacionado con la muerte del padre para que al llegar a la casa vacacional muestren facetas realistas en cuanto a su psicología sin tener que interactuar continuamente entre ellos, aunque esas son las escenas en las que mejor se entienden los actores Dylan Minette y Piercy Dalton gracias al feedback, no conseguimos conectar con ellos por mostrarse de cara a la platea como estereotipos más o menos maniqueos mil veces vistos en ocasiones previas. Si aunamos esa escasa empatía con los personajes con la exigua idea de estar siendo atacados por una persona a la que no reconocemos en ningún momento el hastío se hace notable justo cuando los directores hacen explotar la contención que habían construido sabiamente hasta ese momento. Por mucho que algunas secuencias de violencia, como la de los dedos o el asedio final hacia el personaje de Logan, estén ejecutadas con versatilidad el desapego, la indiferencia y la redundancia se apoderan de un espectador que nota en todo momento que los artífices del film están a alargado una trama que no deja de ser un fino y endeble hilo al que no saben como rematar en una recta final totalmente anticlimática.




Como ya hemos citado el reparto, que básicamente se sustenta en los personajes de la madre y el hijo que protagonizan la película, cumple su cometido sin mayores alardes interpretativos. Tanto Dylan Minnete como Piercy Dalton tratan de explotar el material dramático que sus guionistas les han proporcionado (tómense la secuencia en el restaurante con el juego de “ganar la lotería” o la de la fotografía en el dormitorio a modo de ejemplos) pero la unidimensionalidad de la propuesta no les permite ir más allá a la hora de perfilar sus roles con una profundidad que nunca llega a tomar foma. Cuando la recta final se encamina ambos intérpretes se aferran a un tipo de composicón más física si tenemos en cuenta que la llegada del “asaltante” da inicio a las secuencias más dinámicas del largometraje en las que la explicitud y la acción se apoderan de la pantalla, pero de manera caótica y distante, transmitiendo esa impasibilidad que el que visiona hace suya y le impide introducirse en una historia que en casi todo momento le es tan distante como ajena. La labor de la pareja de protagonistas no es tan destacable como para que los sintamos como seres reales de los que compadecernos y en ese sentido la trama central que vertebra el relato nos ha perdido como espectadores.




Finalmente Puertas Abiertas sólo se salva por el trabajo de dirección, ya que ni sus actores ofrecen interpretaciones memorables, aunque como ya hemos afirmado se esfuerzan en su cometido en todo momento, ni su escritura la saca de una contrastada mediocridad como producto fílmico. El argumento de la ópera prima de Matt Angel y Suzanne Coote no se alejaría demasiado del de una tv movie de sobremesa si no fuera por el adecuado apartado técnico que lo engalana mínimamente, de hecho podemos afirmar que como producto de consumo no puede aspirar a mucho más que ser una película para visionar en horario vespertino, aunque viendo su escaso potencial y humildad formal tampoco creemos que aspirara nunca a ser algo de mayor entidad. Ni tan terrible como la han querido vender, ni destacable en manera alguna, The Open House es material de relleno por parte de Netflix para cubrir su cupo de producción propia mensual con el que atraer a suscriptores que alentados por el género al que se adhiere la propuesta o la creciente fama del joven Dylan Minette decidan dedicar 94 minutos a una obra de ficción cuya simple existencia causa tanta indiferencia como el futuro de sus dos protagonistas en aquel paraje helado en el que un asesino sin rostro decidió, con todo el derecho del mundo, que no quería compartir piso con unos desconocidos.


lunes, 5 de febrero de 2018

Interiores, gritos y susurros



Título Original Interiors (1978)
Director Woody Allen
Guión Woody Allen
Reparto Diane Keaton, Mary Beth Hurt, Geraldine Page, E.G. Marshall, Sam Waterston, Richard Jordan, Kristin Griffith, Maureen Stapleton, Henderson Forsythe





En pleno resurgir de las acusaciones de abusos sexuales vertidas desde hace años por su hijastra Dylan Farrow que vuelven en pleno ascenso de las, necesarias, plataformas Time's Up o Me Too nacidas en el seno de Hollywood y sin poder dar el que esto suscribe una opinión formada sobre el tema, como tampoco creo pueda darla ninguna persona desvinculada de los hechos, tratando de posicionarme principalmente en favor de la víctima, pero apelando también a la presunción de inocencia de un acusado que en su momento fue absuelto de sus cargos a los fans de Woody Allen sólo nos queda refugiarnos en su faceta profesional, intentando afrontar que cabe la posibilidad de que, como en muchas ocasiones previas a lo largo de la historia del arte y la cultura, estemos admirando la obra de una persona capaz de realizar un acto terrible, pero eso es algo que los seguidores su cine no podemos saber a ciencia cierta y puede que nunca lleguemos a saberlo.




Desde su debut oficial como director con Toma el Dinero y Corre hasta Annie Hall Woody Allen experimentó una notable evolución como autor cinematográfico. El director nacido en New York poco a poco fue abandonando el humor físico heredado de Buster Keaton y Charlie Chaplin y la construcción narrativa por medio de gags propia de su etapa como comediante televisivo, que llegó a su culmen con la hilarante e inolvidable La Última Noche de Boris Grushenko (Love and Death), para dar más solidez estructural a sus propuestas. El estreno en 1977 de la inolvidable historia de desamor entre Alvy Singer y Annie Hall confirmó que Allen dejaba de lado el slapstick y la hilaridad para transmitir su pericia como narrador por medio de los diálogos y el perfil de unos personajes cada vez más cercanos y apegados a la realidad, aunque siempre desde una tonalidad cómica o melodramática. Pero lo que sucedió después del estreno del film que dio el Oscar a Diane Keaton pocos lo esperaban.




Interiores vio la luz entre dos de las obras maestras más grandes de Woody Allen, la ya citada Annie Hall y Manhattan, y no sólo pasó desapercibida entre el éxito y el reconocimiento de ambas, sino que en su época de estreno, allá por 1978, fue un considerable fracaso que no agradó a prácticamente nadie, aunque llegara a conseguir hasta cinco nominaciones a los Oscar. El séptimo largometraje del cineasta estadounidense supuso un impás en su evolución autoral para con él poder ofrecernos su primer drama, una historia centrada en cuatro mujeres pertenecientes a una misma familia que no sólo se revela como una pieza magistral desde cualquier punto de vista, sino también una de las obras mayúsculas dentro de la filmografía del director de Midnight in Paris o Todos Dicen I Love You. Una arriesgada apuesta que debió recibir en su momento mucho más reconocimiento del que consiguió por los motivos que vamos a diseccionar humildemente a continuación.




A nadie se le escapa que Interiores es un homenaje directo y sin concesiones a la obra del director favorito de Woody Allen, el sueco Ingmar Bergman. Aunque previamente ya había rendido tributo a su maestro a modo de pequeñas referencias (esa Parca danzarina en la ya mencionada La Última Noche de Boris Grushenko que parecía salida de El Séptimo Sello) y lo volvería a hacer a lo largo de su filmografía posterior con films tan variopintos como September, Otra Mujer o Desmontando a Harry será con la cinta que nos ocupa con la que Allen se encuentre más cerca del director de La Hora del Lobo o El Manantial de la Doncella. Por suerte no encontramos aquí un bordo émulo, una mímesis arbitraria de las constantes narrativas de Bergman, sino un tributo a su cine a manos de un director que tomando prestadas muchas de esas señas de identidad las pasa por su propio filtro demostrando un control de los resortes de un género como el drama que hasta ese momento de su carrera desconocíamos.




Renata, Joey y Flyn son tres hermanas que deben afrontar la separación de sus padres, Eve y Arthur, un matrimonio adentrado en la sesentena que se toma un descanso indeterminado a petición del cabeza de familia. Ella, mujer que crió a sus hijas desde el desapego y le exigencia propia de una persona de su clase social acomodada, acepta con hostilidad su nuevo estatus social mostrando comportamientos psicológicos propios de una persona enferma mentalmente, siempre con la esperanza de una reconciliación que nunca llegará. Las tres mujeres, que se dedican a la escritura, la interpretación y la fotografía respectivamente deben capear el temporal y mantener las formas afrontando que su padre ha comenzado una nueva vida con una mujer de clase social inferior y su madre no quiere afrontar una realidad que la devoraría como persona destapando toda esta incómoda situación los problemas profesionales y personales de este trío de hermanas.




La puesta en escena de Allen se encuentra en las antípodas de la que había utilizado en su films inmediatamente anteriores, asumiendo un discurso mucho más introspectivo, contemplativo, de una contención notable, recreándose en la soberbia dirección de fotografía de Gordon Willis que juega a placer con las luces y sombras o una gelidez propiamente escandinava que se crece con la fantasmales postales que suponen los paisajes vistos desde esa casa familiar vacía de vida con el oleaje de la playa como fuerza de la naturaleza cuya impulsiva personalidad se contrapone al mortecino ambiente de esas cuatro paredes repletas de recuerdos para las tres hermanas protagonistas. Es inusitado cómo un cineasta que sólo unos años antes había facturado piezas de una notable ligereza como Bananas o El Dormilón pueda mostrar un profundo calado como narrador en el proyecto que nos ocupa en esta entrada.




Desde el punto de vista de la escritura Interiores aborda prácticamente todos los temas que construyeron la filmografía de Wooy Allen como el miedo a la muerte, las relaciones de pareja, el adulterio, el psicoanálisis, dudas sobre la existencia de una entidad superior o la indivisibilidad de la vida personal y la profesional hasta el punto de que una pueda llegar a fagocitar a la otra. Estos dilemas universales, algunos de una contrastada naturaleza existencial, son expuestos en pantalla por mediación de los cuatro personajes femeninos que son los que basculan el discurrir de la historia. Indudablemente los roles masculinos son importantes y la labor de los actores E.G. Marshall, Richard Jordan y Sam Waterston es intachable, pero son las tres hermanas y la matriarca de la familia las que llevan sobre sus hombros todo el peso y Allen demuestra por primera vez en su carrera su talento para diseñar personajes femeninos complejos dentro del drama.




Una de las primeras secuencias del film define con un par de leves pinceladas la personalidad de Eve, cuando se obsesiona con la decoración de la casa de su hija Joey y su yerno Mike sin quedar satisfecha hasta que la misma no queda a su gusto. Esta mujer aposentada en una irrealidad que revela sus inherentes carencias afectivas define por sí misma los miedos y anhelos de sus tres hijas. Flyn es una superficial actriz venida a menos que es sabedora de sus limitaciones interpretativas, Joey es una insatisfecha mujer alienada y hastiada por su carencia de talento cuya inseguridad contagia a su marido y Renata es una escritora de éxito cuyo bloqueo creativo la obliga a recurrir a un psiquiatra y a afrontar una vida matrimonial en la que su marido, también escritor, sufre un terrible complejo de inferioridad con respecto a su esposa. Todas ellas mujeres criadas desde su infancia en un entorno tan acomodado como intrínsecamente represivo desde un punto de vista emocional.




Evidentemente es el reparto de actrices el que eleva el excelente guión de Allen a la majestuosidad, realizando todas ellas una labor de composición interpretativa remarcable. La Eve de una exultante Geraldine Page se asemeja a una entidad fantasmal y etérea, una abstracción irreal que condensa todas las inseguridades y demonios internos de sus descendientes, un ser solapadamente tóxico para todos sus semejantes y allegados que en el clímax final parece ofrecer en herencia todos sus traumas psicológicos a una Joey interpretada desde una sabia constricción por Marybeth Hurt para que esta después de rechazar a Pearl (una inmensa Maureen Stapleton que supone la nota de "color chillón" entre el tempano de hielo que es este núcleo familiar), la nueva pareja de su padre, asista a cómo ella es capaz de ofrecerle sin apenas conocerla el definitivo acto de amor devolviéndole la vida a los pies de la orilla de aquella playa en la que intenta salvar a su madre de un fatídico destino elegido por propia voluntad.




Aunque si hay un personaje que destaca dentro del conjunto de la galería de criaturas que moran por Interiores ese es el de Renata al que da vida una Diane Keaton por aquel entonces en pleno apogeo de su talento interpretativo. La actriz de la trilogía El Padrino no sólo ofrece una labor superlativa en las antípodas de la Annie Hall que tantas alegrías le había proporcionado sólo un años antes, sino que su entrega ciega a la causa de su director (por aquel entonces también su pareja) consigue incluso que sus compañeros en pantalla den lo mejor de sí mismos, como ese Richard Jordan que por efecto dominó, y la enfermiza envidia hacia su mujer, nos lleva al cuarto vértice del largometraje, la algo menos perfilada Flyn de una encantadora Kristin Griffith que tiene su momento de gloria con la secuencia en el garaje con su cuñado, en la que el espectador se compadece de ella ante el deleznable acto que este comete con ella, más por la violencia psicológica que por la física que aplica sobre su persona.




Un clímax final con ribetes de tragedia griega nos lleva a la conclusión de que en no pocas ocasiones una institución supuestamente sagrada como la familia está sustentada en mentiras, miedos, dudas y egoísmo autoimpuesto. En el último plano, el mismo que sirve de bellísimo cartel al film, tres hermanas miran con temor y un pequeño halo de esperanza hacia su futuro representado con un suave oleaje que por fin se ha calmado, guardando luto por una pérdida que posiblemente, y de manera paradójica, les permita liberarse de los lazos emocionales que les impedían encontrar una felicidad que siempre les había sido negada por la alargada sombra de una figura oscura y siniestra (esa aparición final entre penumbras podría haber salido de un relato de terror gótico) con el aspecto de la criatura desvalida que posiblemente nunca fue, transmitiendo un mensaje descorazonador hacia unos lazos de sangre que una vez tensados pueden llegar a ahogarnos hasta arrebatarnos la vida.




En numerosas ocasiones posteriores a la obra que nos ocupa volvió Woody Allen al drama, más o menos ortodoxo, en piezas como las ya citadas September, Otra Mujer o Maridos y Mujeres y Delitos y Faltas e incluso reincidió a la hora de homenajear a su venerado Ingmar Bergman, pero las cotas de calidad aquí alcanzadas rara vez fueron igualadas dentro de su filmografía. Interiores es una de las obras maestras ocultas dentro de la carrera del veterano director y por suerte el paso del tiempo está dándole el lugar que merece dentro de su cinematografía, ofreciéndonos en su momento la primera muestra cristalina de que había otro Woody Allen alejado de la comicidad y lo vitriólico que podía contar historias de profundo calado sobre esas miserias y virtudes del ser humano que a él nunca le fueron ajenas y que hoy, más que nunca, están poniendo en entredicho su trabajo y su imagen pública, no sabemos si por su propia culpa debido a la atrocidad que supuestamente realizó o por la de aquellos que siguen clamando venganza contra él de manera injustificada.