Título OriginalThe Adventures of Tintin: Secret of the Unicorn(2011) DirectorSteven Spielberg GuiónSteven Moffat, Edgar Wright, Joe Cornish basado en el cómic de Hergé ActoresJamie Bell, Andy Serkis, Daniel Craig, Simon Pegg, Nick Frost, Daniel Mays, Toby Jones, Enn Reitel, Joe Starr, Mackenzie Crook, Kim Stengel, Gad Elmaleh, Tony Curran, Cary Elwes, Sebastian Roché
El 10 de Enero de 1929 el mundo conoció por primera vez a Tintín, el mitico personaje del cómic europeo creado por el guionista y dibujante belga Georges Remi "Hergé". El famoso reportero propenso a involucrarse en aventuras internacionales de espionaje, conspiraciones o viajes imposibles protagonizó álbumes inolvidables como Tintín en el País del Oro Negro, Aterrizaje en la Luna, Las Joyas de Castafiore o el ahora polémico Tintín en el Congo que han pasado a ser clásicos del medio en el viejo continente. Durante 24 entregas Hergé demostró ser un maestro en esa "línea clara" que él ayudó a hacer célebre hasta que falleció en 1983 dejando inacabado aquel famoso Tintín y el Arte-Alfa del que sí se salieron a la luz los bocetos del autor. Por descontado que, como muchas otras, una obra del arte secuencial como Tintín no iba a quedarse sin llevar sus correrías a otros medios viajando a la televisión con series de animación y al cine con largometrajes de distinto pelaje.
Tintín ha tenido varias incursiones en televisión con series de animación emitidas en distintos años como 1959 y 1991, pero como hemos afirmado con anterioridad también ha conocido traslaciones para la gran pantalla, una vez más, animadas (Tintín: El Cangrejo de las Pinzas de Oro, Tintín en el Templo del Sol o Tintín en el Lago de los Tiburones) y por supuesto en imagen real con actores reales (Tintin: El Secreto del Toisón de Oro, Tintín: El Misterio de las Naranjas Azules, esta última una co producción entre Francia y España sin basarse en ningún álbum) que no llegaron a conseguir un gran éxito, considerándose a día de hoy bastante olvidadas. Seguramente la escasa repercusión de dichos largometrajes fue el motivo por el que el cineasta norteamericano Steven Spielberg decidió llevar la creación de Hergé a la gran pantalla por medio de una de sus mastodónticas superproducciones, pero curiosamente, y aunque él todavía no lo sabía, no lo haría solo.
La elección por parte del director de La Lista de Schindler o Salvar el Soldado Ryan de realizar su adaptación de Tintín al celoluiode por medio del formato motion capture le puso en contacto con la empresa neozelandesa Weta Workshop, responsable de los efectos digitales de la sagas de El Señor de Los Anillos o El Hobbit, y gracias a ello hizo amistad con un Peter Jackson, fan irredento de la obra de Hergé, y deseoso de colaborar con Spielberg en labores de productor para que el proyecto de realizar una nueva película del pizpireto periodista y sus amigos llegara a buen puerto. Por otro lado el cinesta nortemaricano puso toda su monstruosa maquinaria en funcionamiento para que no sólo en el apartado técnico la obra destacase notablemente sino para que también en la escritura su Tintín funcionara al 100% de su capacidad. Para ello contrató los servicios del cineasta Edgar Wright, autor de la impagable trilogía del Cornetto y Scott Pilgrim Contra el Mundo, Joe Cornish, escritor y director de la muy celebrada Attack the Block, y al afamado Steven Moffat, libretista de series de alto nivel como Doctor Who o Sherlock.
Con las dotes como narrador de Steven Spielberg, la ayuda inestimable de Peter Jackson en la producción, la colaboración de un dream team al guión a lo que habría que sumar un acabado técnico fuera de serie gracias a un presupuesto de altos vuelos que permitía utilizar actores reales para que las interpretaciones de estos pasaran a un formato de animación animada digitalmente para ser lo má fiel posible a la obra en viñetas de Hergé esta Las Aventuras de Tintín: El Secreto del Unicornio lo tenía absolutamente todo para convertirse en la mejor película sobre el personaje jamás rodada. Posiblemente el resultado sea ese, la mejor cinta jamás realizada con el intrépido periodista rubio del flequillo imposible, pero como adaptación de la obra del guionista y dibujante belga comete algunos fallos graves que pasaremos a enumerar más tarde y que son lo que no permiten que el triunfo de la película del director de Amistad o El Diablo Sobre Ruedas sea total.
Como su propio subtítulo indica Las Aventuras de Tintín: El Secreto del Unicornio está basada principalmente en el álbum homónimo que vio la luz por primera vez en entregas entre los años 1942 y 1943 dentro del diario Le Sour y que narra el descubrimiento por parte de Tintín en un mercadillo de una maqueta de barco llamada Unicornio que finalmente resulta tener dos réplicas idénticas más y una relación que tiene bastante que ver con un antepasado directo de su gran amigo el Capitán Haddock y la enemistad de aquel con su letal enemigo, el pirata Rackham el Rojo, Por otro lado también toma gran parte del argumento de su continuación, El Tesoro de Rackham el Rojo y de Tintín: El Cangrejo de las Pinzas de Oro, historieta en la que debutaba por primera vez nuestro ínclito y borrachín capitán y que en las viñetas no estaba conectada de manera explícita con las dos entregas antes mencionadas,
Como previamente hemos adelantado el acabado técnico de Las Aventura de Tintín: El Secreto del Unicornio es del todo intachable. Gracias al formato de motion capture Steven Spielberg tiene toda la libertad del mundo para que en un reducido hangar con objetos metálicos y unos actores que prestan su rostro y físico para dar vida a los personajes del largometraje esta producción de 2011 sea tan espectácular, vistosa y enérgica como cualquier entrega de las aventuras de Indiana Jones a las que el director de Always, Parque Jurásico dio vida junto a su amigo y colaborador George Lucas. Gracias a la ya mencionada caputura de movimiento Spielberg consigue que todos los matices de su soberbio casting de actores quede en gran parte retratados en pantalla gracias a las altas tecnologías digitales que sustentan el acabado plástico del proyecto.
Ese reparto que mencionamos consta de Jamie Bell dando vida a un perfecto y dinámico Tintín, el habitual de la captura de movimiento Andy Serkis dando clases de interpretación en la piel digital del mejor personaje de las historietas de Hergé, el entrañable capitán Haddock que él aborda de manera intachable al igual que a su antepasado Francis Hadoque, Daniel Craig infundiendo carisma y respeto como Sakharine o Rackham el Rojo, los amigos Simon Pegg y Nick Frost bordando unos impagables Hernández y Fernández,Toby Jones que tiene su momento de gloria como el cleptómano ladrón de carteras Silk y finalmente huelga mencionar a un Milú totalmente digital que se gana el corazón del espectador desde el primer momento. Todos ellos ofrecen una magnífica labor que Spielberg, Jackson y compañía saben extrapolar al celuloide gracia a su profesionalidad y conocimiento de un formato lleno de posibilidades que todavía hoy está en pleno desarrollo.
Como previamente hemos mencionado gracias a la captura de movimiento que desemboca en efectos digitales Spielberg consigue que los personajes que los actores abordan con total convicción sean reconocibles para los lectores habituales. Todos ellos gracia a su diseño parecen salidos directamente de las viñetas. El colorido, la simpatía, la aventura, la elegancia de las criaturas de Hergé las encontramos en la pantalla y gracias al magnífico guión que Wright, Moffat y Cornish escriben a seis manos el respeto a la esencia de las historietas del autor belga es tan perfeccionista como cariñoso. Pero el mayor fallo de La Aventuras de Tintín: El Secreto del Unicornia nace precisamente de su brillante apartado visual, ese con el que Spielberg asienta su puesta en escena y el que por desgracia nos ofrece de manera errónea una visión de las aventuras de un cómic europeo como Tintín por el filtro de una mirada totalmente estadounidense.
La sobreproducción vsiual y formal con la que Spielberg quiere ejecutar su versión de Tintín choca frontalmente con el clasicismo, la secillez y fluidez sutil de aquella "línea clara" que fuera seña de identidad de la obra de Hergé. Travellings imposibles, planos secuencia interminables en continuo movimiento, escenas de acción aparatosa (ojo, siempre bien ejecutadas y ensambladas, Spielberg no es un Michael Bay o Roland Emmerich de mala muerte) y un ritmo demasiado frenético hacen que estilísticamente la obra que nos ocupa no pueda encontrarse más en las antípodas de las historietas que todos conocemos, antojándose todo como si los personajes de Tintín, Haddock o Milú hubieran salido de sus viñetas para ir a para al interior de una película del actual Hollywood más comercial del tipo Piratas del Caribe. Dicho fallo es grave, porque hiere al film como traslación de un medio a otro, pero evidentemente no daña su, por otro lado, portentoso acabado cinematográfico.
En resumidas cuentas Las Aventuras de Tintín: El Secreto del Unicornio es una excelente cinta de animación en la que todos los profesionales implicados en ella se entregaron al máximo para dar forma a un producto de calidad con el que los espectadores profanos disfrutaran y los lectores habituales del reportero belga reconocieran a los personajes con los que se criaron. El problema es que estos últimos, entre los que me incluyo aunque no soy un seguidor irredento, se darán cuenta de que la obra de Hergé ha sido aquí víctima de una sobredosis de esteróides con un Spielberg que aunque muestra todo su potencial como cineasta para todos los públicos puede que no fuera el más adecuado para esta adaptación de Tintín, Veremos qué tal queda esa secuela dirigida por Peter Jackson, que como director parece tener una visión más fiel a la estética de este clásico, uno de los bande desinee más importantes de la historia europea del medio.
Título Original The Pyramid (2014) DirectorGrégory Levasseur GuiónDaniel Meersand y Nick Simon ActoresAshley Hinshaw, Denis O’Hare, James Buckley, Daniel Amerman, Joseph Beddelem, Amir K, Christa Nicola, Garsha Arristos, Omar Benbrahim
El nombre del joven cineasta francés Grégory Levassur está inevitablemente vinculado al de su amigo y compañero Alexandre Aja. En casi todos los largometrajes del director que debutara con aquella voluntariosa pero fallida adaptación del relato corto Graffiti nacido de la pluma del argentino Julio Cortázar llamada Furia, Levasseur ha ejercido de co guionista, productor y en ocasiones hasta director de la segunda unidad. Productos como el brutalizado slasher Alta Tensión o los remakes de Las Colinas Tienen Ojos, la surcoreana Geol Sokeuro (que dio lugar al film Reflejos) o Piraña confirmaron que el hijo del director Alexandre Arcady debía mucho a su amigo Grégory a la hora de dar empaque a sus productos cinematográficos. Después de aquella gamberra Piraña 3D que actualizaba la mítica cinta escrita por John Sayles y dirigida por Joe Dante tanto Alexandre Aja como Grégory Levasseur decidieron asentarse en Estados Unidos no sólo para rodar films propios, sino también para escribir guiones para otros directores como el de la simpática pero nada destacable Parking 2 o el de otra revisión, la de la obra de culto Maniac que rodó William Lustig en 1980, protagonizado por un descarnado y subjetivo Elijah Wood que ofrecieron a su compatriota Franck Khalfoun. En los últimos años mientras Aja se ponía al frente de Horns, la traslación a la pantalla grande de la novela homónima de Joe Hill, Levasseur decidía debutar en solitario como realizador con esta La Pirámide que nos ocupa, convirtiéndose la misma en su ópera prima en el mundo del largometraje.
La Pirámide se adscribe al subgénero found footage, más conocido como falso documental, y su punto de partida es idéntico al de dos obras muy célebres de esta naturaleza como la penosa Holocausto Caníbal del italiano Ruggero Deodato (una de las piezas más recordadas dentro de este tipo de largometrajes, aunque en los planos moral y cinematográfico sea deleznable) y la primera entrega de la saga [REC·] de Jaume Balagueró y Paco Plaza situando como protagonistas a un equipo de arqueólogos acompañados por dos periodistas que deciden adentrarse en el interior de una atípica pirámide de tras caras encontrada en Egipto y que se toparán con un trágico destino por culpa de su egolatría y estupidez. Por otro lado su desarrollo es estructuralmente muy parecido a la irregular primera entrega de The Descent realizada por el británico Neil Marshall al localizar la historia en un recinto cerrado y de corte claustrofóbico que finalmente resulta estar habitado por seres sobrenaturales. Tomando estas dos referencias fílmicas para solidificar el fondo y la forma de su relato, Grégory Levasseur trata de moldear un homenaje a todas aquellas películas que en años pretéritos nos hablaron de maldiciones faraónicas cayendo sobre atrevidos y temerarios arqueólogos que van desde aquella La Momia de Karl Freund, pasando por las distintas revisiones y variantes salidas de la Hammer Films impulsadas por autores como Terence Fisher, Michael Carreras o Seth Holth y llegando a productos exploit de usar y tirar más o menos recientes como La Máscara del Faraón, de Jean-Paul Salomé o La Sombra del Faráon, de Russell Mulcahy. La mezcolanza resultante es esta producción de 2014, un desfile interminable de clichés del género que en rara ocasión sale de la mediocridad, pero que también ofrece algún que otro momento potente que se diluye entre una impersonalidad más que contrastada que, por otro lado, tampoco impide que los escasos 89 minutos de metraje que dura la obra pasen en un suspiro.
Llama la atención que un tipo tan espabilado como Grégory Levasseur haya sido capaz de meterse en un trabajo tan fallido como La Pirámide, ya que independientemente de si es un proyecto nacido de su mente (algo poco probable) o una cinta de encargo (bastante más sostenible esta teoría) el resultado deja mucho que desear. Lo mejor que podemos decir de un producto como el que nos ocupa es que en el plano técnico es donde se pueden encontrar sus únicos hallazgos ya que si bien en varias ocasiones el director traiciona a ese formato de “material encontrado” que ha tomado como base de su relato también es cierto que visualmente consigue algún que otro momento meritorio en cuanto a iluminación, uso de los movimientos de cámara y tempo narrativo. Pero más allá de ciertos pasajes bien planificados o ejecutados en los que el cineasta francés consigue crear tensión o incomodidad como el ataque inicial a uno de los arqueólogos egipcios, la arena sepultando una de las salas de la pirámide o la primera aparición de la “criatura” que impacta gracias a su look visual y los efectos de sonido (hasta que la vemos en todo su esplendor y descubrimos que es un vil plagio del Satán que aparecía al final de aquella obra maestra patria llamada El Día de la Bestia y que dirigió en 1995 el bilbaino Álex de la Iglesia) poco más hay que rascar en la producción que nos ocupa. Por otro lado el guión aborda conceptos interesantes anclados en muchos mitos de Egipto, sacados de El Libro de los Muertos, tratando de extrapolar famosos hechos sustraidos de dicho escrito para exponerlos adecuadamente en pantalla, pero en ese sentido la obra falla cuando no encuentra el tono exacto para que esta empresa llegue a buen puerto y ofreciendo por otro lado momentos bastantes vergonzosos que llegan a despertar cierta risa involuntaria en el espectador.
El guión también perjudica la labor de los actores, porque los diálogos que escriben Daniel Meersand y Nick Simon para que reciten los actores son clichés mil veces escuchados, con elucubraciones estúpidas por parte de algunos secundarios y actos sencillamente de imbéciles por parte de unos protagonistas que después de perder a dos de sus miembros de la manera más brutal y saberse perseguidos por unas terribles ratas caníbales de tamaño descomunal todavía se paran a descifrar jeroglíficos con cara de improbable asombro. El reparto de actores desconocidos, del que sólo reconocemos a Denis O’Hare por sus apariciones en famosas series de televisión por cable estadounidense como American Horror Story de Ryan Murphy y Brad Falchuk o True Blood, de Alan Ball, cumple a la hora de ofrecer sus dosis de gritos, lamentos y lágrimas para intentar hacerse pasar por víctimas que despierten nuestra compasión o simpatía, no consiguiéndolo en casi ningún momento debido a la naturaleza estúpida, ególatra y temeraria de la mayoría de ellos. En ese sentido ni a los guionistas ni al propio Grégory Levassur se les ve muy empeñados en que sus criaturas tengan cierta dimensionalidad convrtiéndolas en carnaza pura y dura para que los monstruos que habitan la pirámide los eliminen de la manera más visceral posible, aunque ni en ese sentido el colaborador de Alexandre Aja es fiel a sus anteriores trabajos repletos de una violencia explícita cortante y seca, ya que en la cinta que nos ocupa las secuencias de gore las podemos contar con los dedos de una mano y aunque efectivas no transmiten ni originalidad ni verdadera pericia a la hora de ser ejecutados por el profesional que se encuentra detrás de la cámara.
La Pirámide no engaña al espectador, ya desde su cartel se vende a sí misma como una nadería adherida a la Serie B más ortodoxa que no aspira a nada que no sea entretener durante casi noventa minutos a la platea. Sus armas son pocas, no están muy bien afiladas y sólo funcionan en momentos puntuales cuando la obra apela a su apartado técnico. Por el camino quedan personajes maniquéos, lugares comunes transitados en miles de ocasiones previas, un reparto cumplidor dando vida a personajes que nos son completamente ajenos y un cineasta que parece haber dejado de lado casi por completo las señas de identidad que iban forjando la mirada que compartía con su colega Alexandre Aja cineasta que en este proyecto suponemos ejerció labores de productor por amistad o o afán comercial haciendo uso de su nombre, porque la obra no ofrece nada de interés artístico. Esperemos que si Grégory Levasseur decide seguir su camino en solitario como director tenga algo más de olfato a la hora de elegir largometrajes, porque otra producción como esta The Pyramid posiblemente hunda su carrera y tras ello tenga que volver a colaborar con su compañero de fatigas con el que salió de su Francia natal para ir a Estados Unidos y allí inyectar un poco de veneno europeo al cine de terror salido del país de las barras y estrellas, género que gracias a ellos y a otros autores como Rob Zombie, James Wan, Fede Álvarez, Pascal Laugier, Jennifer Kent o los españoles Miguel Ángel Vivas, Jaume Balagueró y Paco Plaza, que ofrecen savia nueva, sigue muy vivo y con une envidiable buena salud aunque obras como la que nos ocupa parezcan decirnos lo contrario.
El pasado viernes se estrenó en España Mad Max: Furia en la Carretera el regreso del cineasta australiano George Miller al microcosmos postapocalíptico y desértico que él mismo creó en 1979 con Mad Max, una cinta independiente que se convirtió en una obra de culto dando la vuelta a medio mundo. El film protagonizado por un jovencisimo Mel Gibson fue tan exitoso que dos años después dio pie a una secuela titulada Mad Max: El Guerrero de la Carretera que fue la que creó la leyenda, iconografía y verdadero legado de la franquicia. Ya en 1985 Miller volvió con una tercera entrega rodada a alimón con el director George Ogilvie titulada Mad Max: Más Allá de la Cúpula del Trueno en la que se hacía patente un cambio de tono que adentraba la saga en unos terrenos inadecuadamente comerciales y hasta cierto punto infantiles que hacían bajar varios enteros las aventuras del mítico personaje de Max Rockatansky. Han tenido que pasar 30 años para que el autor de El Aceite de la Vida o Las Brujas de Eastwick volviera con una nueva entrega de Mad Max con la que lavar la cara de su criatura pero respetando el espíritu en fondo y forma de la misma. Tras su paso por Cannes y la cartelera de medio mundo la película protagonizada por Charlize Theron y Tom Hardy ha puesto de acuerdo a crítica y público con respecto a afirmar que George Miller ha rodado una de las mejores obras cinematográficas del año y la pieza que devuelve la pureza a un cine de acción perdido entre mimetismo comercialoide, puerilidad condescendiente y efectos digitales sobreproducidos. En el siguiente artículo vamos a abordar, en la medida de lo posible, los cuatro trabajos que dan forma a la leyenda de Max Rockatansky, el antihéroe por antonomasia del cine australiano y uno de los iconos pop más recordados de la década de los 80 que ha renacido a la máxima potencia de la mano del que fue su creador hace más de treinta y cinco años.
George Miller, highway to hell
George Miller nace en Brisbane, Queensland, Australia el año 1945 dentro del seno de una familia de inmigrantes griegos. Ejerciendo como médico a principios de los años 70 rodó un cortometraje de un minuto de duración con su hermano menor Chris. En 1971 ingresó en la Universidad de Melbourne para asistir a un taller de cine en el que conoció a una de las personas más importantes de su carrera profesional, Byron Kennedy, que colaboró en todas las producciones de Miller hasta su muerte en un accidente de helicóptero en el año 1983 y con el que creó la productora Kennedy Miller Productions. El primer trabajo de ambos colaboradores fue el debut de George Miller en la dirección de largometrajes después de realizar algunos films experimentales. Mad Max vio la luz en 1979 con un Mel Gibson de veintitrés años que protagonizaba una distopía con aroma a western que puso la primera piedra de lo que pocos años después se convertiría en la franquicia cinematográfica más relevante de la historia del cine australiano. En 1981 Mad Max: El Guerrero de la Carretera confirmaría y afianzaría la estética, puesta en escena y personalidad de la creación de George Miller con una secuela que superaba en casi todos los aspectos a su predecesora marcando a fuego en la mente de millones de espectadores las aventuras de Max Rockatansky. En 1983 colaboraría junto a otros destacados autores de género como Steven Spielberg, Joe Dante o John Landis en la película coral Twilight Zone: The Movie que llevaba a la pantalla grande el mítico serial estadounidense y también intervendría en otros productos del tubo catódico tanto en Australia como en América. Dos años después Miller compartió las labores de dirección con el cineasta George Ogilvie para dar forma a una tercera entrega de la franquicia que nos ocupa titulada Mad Max: Más Allá de la Cúpula del Trueno. Con un un tono más para todos los públicos y un afán comercial, que se hacía notorio con la presencia de la cantante Tina Turner en el reparto y la banda sonora, el film hirió considerablemente a la saga, pero abrió definitivamente a Miller las puertas de Hollywood.
Su primer proyecto en Hollywood fue la tan simpática como maquiavélica Las Brujas de Eastwick de 1987, una comedia negra con un trío de damas de la interpretación como Susan Sarandon, Michelle Pfeiffer y Cher en la piel de cuatro hechiceras que mantienen una relación sentimental con el mismísimo Diablo encarnado por un Jack Nicholson haciendo casi de sí mismo. Tras ella rodaría la epidérmica y doliente El Aceite de la Vida (Lorenzo’s Oil) intenso drama protagonizado por Nick Nolte y Susan Sarandon inspirado en el caso real de la cruzada que llevó a cabo la familia Odone para salvar la vida de su hijo enfermo Lorenzo que padecía una extraña afección neourológica. Tras este breve paso por la meca del cine George Miller volvería a su Australia natal para producir, escribir y ser la cabeza pensante detrás de aquella entrañable obra maestra llamada Babe: El Cerdito Valiente que en 1995 fue nominada a siete Óscars para más tarde, en 1998, asignarse la dirección de la atípica secuela Babe: Un Cerdito en la Ciudad. Ocho años tardaría Miller en volver a rodar un largometraje y el elegido fue Happy Feet su primera incursión en el cine de animación digital con el que consiguió su único Óscar a la mejor película de animación en el año 2006. Ya en 2011 decidió continuar las aventuras de Mumble, el pingüino bailarín con menos éxito. Actualmente en 2015 el australiano ha vuelto al cine en imagen real rodando una nueva entrega de su mítica saga Mad Max que comentaremos después de hacer un breve repaso por todos los films que dan forma a tan icónica franquicia, aquella que atravesó las barreras de las antípodas para convertirse en un producto cinematográfico de culto a nivel mundial.
Mad Max: Salvajes de la Autopista, baptism of fire
El 12 de Abril de 1979 se estrenó en Asutralia una modesta cinta independiente de acción que partiendo de un presupuesto de unos exiguos 350.000 de dólares consiguió recaudar más de 100 millones a lo largo de todo el globo. El largometraje, que suponía la ópera prima en labores de dirección del médico reconvertido en cineasta George Miller y el primer proyecto bajo el amparo de la productora Kennedy Miller Productions, que el director había fundado con su amigo y colaborador Byron Kennedy, se convirtió al poco tiempo en un inesperado sleeper que cogió al país australiano totalmente desprevenido. La historia se encuentra localizada en un indeterminado futuro en Australia y sigue los pasos de Max Rockatansky, miembro de la Patrulla de Fuerza Central (MFP, Main Force Patrol) una división policial que controla a las bandas de motoristas delincuentes que campan a sus anchas en las carreteras del país. Max, armado con su coche apodado “Interceptor”, tiene la labor de dar caza a este tipo de criminales y es, según comentan en varias ocasiones sus compañeros de trabajo, el mejor en lo que hace. Estando de servicio Max elimina a un motero apodado Jinete Nocturno (Nightrider) y a su compañera después de que estos roben un coche patrulla y se den a la fuga con él no sin matar antes al agente que lo conducía. Cuando llega a oídos de la banda de Jinete Nocturno el prematuro fallecimiento de este a manos de los miembros del Bronze (apodo despectivo con el que se conoce a los miembros de la MFP) Cortadedos (Toecutter) clama venganza por su compañero y decide acabar con todos los miembros de la MFP posibles, enfrentándose él y su equipo a Max y su compañero Jim Goose que tratarán por todos los medios de dar fin a los actos delictivos del grupo de sádicos motoristas.
Mad Max es un western polvoriento, una novela pulp, una distopía nihilista con apuntes de estética punk rodada con pocos medios pero mucha inventiva e imaginación. George Miller debutaba en el mundo del largometraje con una obra con más bien pocos precedentes dentro del cine aussie y que pondría la primera piedra de una franquicia que haría historia en aquel país. El director de Las Brujas de Eastwick se deja imbuir por la mano de Sergio Leone o Sam Peckinpah en el plano estético y el espíritu de John Ford cuando aborda los pasajes de la vida privada de Max o el de Don Siegel cuando se abarca en los de acción y violencia de la obra. Con un Mel Gibson que daba totalmente el tipo en el plano físico como héroe de pocas palabras reconvertido en vengador de la carretera y un George Miller que sacaba oro de las escenas de persecuciones automovilísticas como si de un alumno (muy) aventajado de John Frankenheimer se tratara Mad Max dio nuevos aires al un cine australiano que como el de Peter Weir desarrollado en aquella misma década (Picnic en Hanging Rock, La Última Ola) tomaba vocación internacional, pero en este caso también para atravesar medios y volverse parte de la cultura popular a nivel mundial. La primera aventura de Max Rockatansky asentaba las bases de lo que posteriormente sería la estética de una franquicia que seguramente ni el mismo Miller y sus colaboradores tenían en mente, presumía de un acabado técnico voluntarioso (sólo destilaba algo de cutrez el uso de la cámara acelerada para dar más sensación de velocidad en algunos planos de las persecuciones) y un sano afán por innovar con una amalgama de géneros que daba a luz algo nuevo con aspiraciones a perdurar.
Aunque de la trilogía original Mad Max es el largometraje más cohesionado, autocontenido, el más estrictamente completo en el plano cinematográfico y su éxito más que considerable (vio la luz a nivel internacional un año después de su estreno en Australia) no sería esta primera entrega la que marcaría a fuego las andanzas de el loco Max en la retina de espectadores de todo el mundo, de eso se ocuparía la superior secuela, Mad Max: El Guerrero de la Carretera, que comentaremos a continuación. Pero es esta seminal producción de 1979 la que asienta las bases, la que nos presenta al antihéroe y el contexto en el que se moverá, la que incluye a uno de los pocos villanos con algo de personalidad y verdadero carisma de la franquicia (ese Toecutter que interpreta un magnífico Hugh Keays-Byrne al que volveremos cuando hablemos de Mad Max: Furia en la Carretera por motivos lógicos) y la que nos presenta al protagonista de esta road movie que sólo era la punta del iceberg de una saga que llegó a lo más alto tan pronto como se topó con su propia decadencia a sólo seis años de su creación como producto de ficción. Todos los hallazgos, aciertos, señas de identidad y secuencias de acción de esta primera parte se vieron considerablemente superadas en 1981 cuando George Miller, Byron Kennedy y Mel Gibson decidieron formar de nuevo equipo para llevar a Max Rockatansky al olimpo de los personajes cinematográficos contemporáneos más recordados de los últimos 35 años.
Mad Max: El Guerrero de la Carretera, and the road becomes my bride
Dos años después del éxito de Mad Max: Salvajes de la Autopista llegó Mad Max: El Guerrero de la Carretera, secuela en la que George Miller y sus colaboradores ofrecieron todo para crear una leyenda cinematográfica que había dado sólo sus primeros pasos en el film primigenio de 1979. El director australiano dejó al final de la primera Mad Max a su protagonista convertido en un vengador al que habían arrebatado su familia y que tras asesinar a los autores de tal crimen decidía mimetizarse con una carretera hacia ninguna parte. Con la única compañía de su perro, Max recorrerá infinitos parajes desérticos de una Australia postnuclear pare encontrar una refinería defendida por un grupo de civiles supervivientes acampados que tratan de evitar el ataque de la banda comandada por el salvaje Humungus, un grupo de criminales motorizados en busca del bien más escaso y preciado de la época, la gasolina. Esta nueva historia marca el punto culminante de la saga Mad Max, su consolidación como obra de culto por capítulos y la que sería más recordada con el paso del tiempo gracias a su estética, excesos, barroquismo, crepuscularidad y testosterona desatada en todos sus aspectos. Mad Max: El Guerrero de la Carretera estaba destinada a macar época y Mel Gibson a mimetizarse por fin al 100% con el personaje que le dio la fama a nivel mundial cuando no había llegado todavía a la treintena. George Miller conseguía por fin hacer historia y no sólo ofrecer con su trabajo un producto ejemplar dentro del cine de acción con influencias de distintos géneros, también consiguió, sin proponérselo, marcar época en el plano estético y dar pie a una incontable serie de homenajes, plagios, parodias dentro del cine de serie B que colea hasta nuestros días, pero en ese peculiar apartado pararemos más tarde.
Mad Max: El Guerrero de la Carretera consigue aquella ardua tarea de ser una secuela “más grande”, en todo, que su predecesora sin perder el norte por el camino. Para empezar George Miller y sus guionistas Terry Hayes y Brian Hannant desarrollan aquellas ideas o conceptos que en la primera película sólo eran apuntados brevemente y con sencillas pinceladas. Por un lado un prólogo nos contextualiza por fin este futuro en el que Max Rockatansky se mueve, una Australia escasa de recursos humanos, irradiada por la contaminación nuclear, masacrada por las guerras y por otro lado se confirma la gasolina como el líquido más preciado, el que mueve el dinero o el crimen y por el que los personajes son capaces de morir o matar. Esta segunda parte hiperboliza su acabado estilístico en todos los sentidos tanto el de Max como el de las bandas de moteros que visten una estética punk mucho más marcada mezclando lo medieval con la parafernalia sadomaso, pero también el técnico (aquí las escenas de persecuciones son a mayor escala, están mejor rodadas y en ellas George Miller se reveló como un maestro de la realización cinematográfica) el de diseño de producción (esa sociedad que en la primera película era definida con cuentagotas e muestra aquí en todo su sucio y roido esplendor) e incluso el conceptual con la visión de un futuro desasosegante y crepuscular. En Mad Max: The Road Warrior todo es más ruidoso, descomunal, vibrante, su deuda ya no es sólo con la literatura pulp y el western bastardo, también es con el trazo de ilustradores del mundo del cómic como el francés Jean Giraud “Moebius” o el norteamericano Howard Chaykin y esta amalgama de influencias dan forma a un todo lleno de adrenalina que no da un respiro a la platea.
En esta secuela Max es un personaje que trasciendo lo humano para convertirse en una leyenda que va de boca en boca, un héroe herido, callado, parco, deudor del imaginario de Jean Pierre Melville, más de actos que de palabras, como si George Miller y el mismo Mel Gibson, que se echaba sobre los hombros casi todas las escenas de acción de la saga, ya fueran conscientes del alcance de la criatura a la que habían dado forma. Con todo, aunque como obra supere en casi todos los aspectos a su predecesora, Mad Max: El Guerrero de la Carretera contenía algunas taras que le restaban un poco de solidez, como un montaje en ocasiones caótico, un villano que adolecía del carisma del Toecutter de la primera entrega o la innecesaria inclusión de ese asilvestrado niño que aún siendo soportable se mostraba como una pequeña muestra de lo que nos esperaba casi a la vuelta de la esquina con Mad Max: Más Allá de la Cúpula del Trueno. Pero esta producción de 1981 es la más destacada de la saga en el plano icónico, dio pie a una incesante fiebre de copias o plagios de serie B (y hasta Z) venidas de países tan dispares como Italia (El Exterminador de la Carretera) Filipinas (Mad Warrior) o los mismos Estados Unidos con aquella Sangre de Héroes (alabada por el mismo George Miller) que supuso el no muy exitoso debut en la dirección del reputado guionista David Web Peoples (Sin Perdón, Blade Runner, 12 Monos) que colea hasta la actualidad con productos como Doomsday, de Neil Marshall, Death Race, de Paul W. S. Anderson o los videojuegos de la saga Fallout de Interplay y Bethesda Softworks. En 1981 Max Rocatansky ya estaba en lo más alto, ya era historia del cine a nivel mundial, por desgracia lo siguiente fue que su tercera entrega se encontrara ante una serie de catastróficas desdichas que obligó a la saga a dormir el sueño de los justos durante la friolera de casi 30 años.
Mad Max: Más Allá de la Cúpula del Trueno, finding Tomorrow-morrow Land
En el año 1983 el productor Byron Kennedy fallecía en una accidente de helicóptero mientras buscaba localizaciones para lo que sería la tercera entrega de Mad Max. Este hecho en el que el amigo y colaborador de George Miller moría prematuramente fue el que dio pie a que la producción de Mad Max: Más Allá de la Cúpula del Trueno no fuera como sus equipos técnico y artístico esperaban. El cineasta se encontraba tan afectado por lo acontecido que se vio incapaz de abordar en solitario la realización del largometraje y decidió servirse de la ayuda de su colaborador, el director George Ogilvie, para llevarlo a buen puerto. Como era de esperar Mel Gibson volvería para dar vida a Max Rockatansky y la cantante estadounidense Tina Turner daría vida a Tía Ama, la villana de la función. El largometraje se estrenó en 1985 y fue un considerable éxito, pero como pasaremos a comentar a continuación no sólo es el más flojo de la saga, y una decepción para los fans del loco Max, también supuso el primero en el que George Miller se entregó a los brazos de la comercialidad más hollywoodiense convirtiendo la tercera entrega de western postacpocalíptico en una cinta para toda la familia que poco, casi nada, tenía que ver con las dos entregas anteriores de 1979 y 1981. Con una historia protagonizada por, en su mayoría, insoportables niños salvajes esta segunda secuela de Mad Max funciona como película de aventuras para todos los públicos, tiene un dinamismo meritorio, no aburre en ningún momento y es puro cine comercial de los años 80, pero como secuela es indigna de la franquicia a la que pertenece por distintos motivos que pasaremos a enumerar a continuación.
Con Mad Max: Más Allá de la Cúpula del Trueno vayamos directos al grano. Si no fuera por Mel Gibson, su personaje llamado Max, la estética de este y la de algunos de los habitantes de Truequelandia, esta producción de 1985 no tendría absolutamente nada que ver con una franquicia como la de Mad Max. No ya sólo por esa infantilización de la historia para que pueda ser accesible a todos los públicos y que remite tanto a Star Wars: El Retorno de Jedi o la mano de Steven Spielberg en productos como la entrañable E.T, sino también porque George Miller, George Ogilve y el guionista Terry Hayes (implicado también en la escritura de la anterior Mad Max: El Guerrero de la Carretera) eliminan algunas de las señas de identidad más características de las dos anteriores cintas. Una película de Mad Max sin una carretera que se pierda en el horizonte no es una película de Mad Max, es más, sólo e los 20 minutos de metraje tenemos persecuciones automovilísticas aunque las mismas merecen mucho la pena, ya que no sólo en ellas George Miller pone toda la carne en el asador, sino que también podrían considerarse las mejor ejecutadas de la saga sino fuera porque existe una cosa llamada Mad Max: Furia en la Carretera que pasaremos a comentar a continuación. La calificación PG 13 también reduce considerablemente la violencia explícita de las dos primeras cintas, otra marca de la casa que aunque no abundaba estaba presente en varios momentos puntuales en los que cumplían su cometido de impactar a la platea, de modo que sólo nos queda como concepto reconocible la estética que ya bordea el steampunk y un feismo en algunos personajes que llegará a su culmen veinte años después con la última película realizada por Miller.
Tenemos una Cúpula del Trueno que cobra en el título un protagonismo que pierde a la media hora de metraje del film, pero que nos regala algunas escenas de acción muy bien ejecutadas y la presencia intimidante del Maestro Golpeador (mucho mejor el Master Blaster de la versión original) una villana carismática como Tina Turner que aún dando la réplica con mucho oficio al Max de Mel Gibson (menos hierático de lo normal, pero aún así muy entregado a la causa) confirma con su presencia como actriz y compositora de algunos temas de la banda sonora la bajada de pantalones de Miller y sus huestes de cara al gran público y una recta final que es la única que respira Mad Max por todos sus fotogramas con acción bien rodada y la consolidación de Max como una figura legendaria. Este ir y venir de aciertos y fallos, de concesiones de cara a la galería y un mínimo afán por salvaguardar la personalidad de una saga cuyo espíritu está ausente en casi todos los 105 minutos del metraje son los que hacen de Mad Max: Más Allá de la Cupula del Trueno una meritoria y entretenida cinta de aventuras que incluso dejaría su huella en futuros proyectos, como en aquella Waterworld, rodada por Kevin Reynolds, que llevaría a la ruina a un Kevin Costner en labores de protagonista y productor, pero que no es digna como segunda secuela de las aventuras de Max Rockatansky, por alejarse demasiado de la esencia que apuntaló el mito de aquellas. Por suerte este 2015 no sólo nos ha deparado la resurrección de una leyenda del celuloide como Mad Max, también lo ha hecho con la que posiblemente sea la mejor pieza de todas las que han tenido al guerrero de la carretera como protagonista.
Mad Max: Furia en la Carretera, long hard road to Valhalla
Exactamente 30 años separan el estreno de la fallida Mad Max: Más Allá de la Cúpula del Trueno con el de la reciente Mad Max: Furia en la Carretera. En ese periodo de tiempo George Miller ha trabajado en Hollywood con films como Las Brujas de Eastwick o El Aceite de la Vida, ha coqueteado con la fábula literaria en la saga del cerdito Babe, ha ganado un Óscar con su primera incursión en el cine animado con la primera parte de su díptico Happy Feet y ha superado los 70 años de edad sin perder las ganas por seguir haciendo películas. Desde hace quince años el cineasta australiano había barajado la idea de resucitar de entre los muertos su saga Mad Max, aquella que marcó a fuego su impronta en toda una generación de espectadores y jóvenes directores regalándonos aquel héroe solitario, aquel cowboy, aquel ronin que vagaba por las carreteras de una Australia arrasada por la mano del hombre. Por distintos problemas financieros relacionados con querer rodar el largometraje en su país y con toda la libertad artística posible dieron pie a que el proyecto no se comenzara a rodar hasta el año 2012 alargándose en el tiempo hasta el presente 2015, poco antes de la puesta de largo oficial de la obra. A día de hoy Mad Max: Fury Road ha sido aplaudida en el festiva de Cannes donde fue presentada fuera de competición y ha enamorado a espectadores y críticos de todo el mundo, no sin motivo. Ya sin Mel Gibson dando vida a Max Rockatansky que esta vez tiene el rostro, físico y algo de la voz del británico Tom Hardy (Bronson, El Caballero Oscuro: La Leyenda Renace) al que acompaña la actriz sudafricana Charlize Theron (Monster, Prometheus) el también inglés Nicholas Houlth (X-Men: Días del Futuro Pasado, Memorias de Un Zombie Adoescente) y un recuperado Hugh Keays-Byrne (Mad Max: Salvajes de la Autopista) la última entrega de Mad Max viene para quedarse, no sólo para que Miller de lecciones de cómo se rueda cine de acción real al resto de realizadores del panorama cinematográfico actual con ela sino para confirmar el nunca reconocido talento de un director que debe estar entre los más grandes del género y que se encuentra en mejor forma que muchos de sus coetaneos o imitadores.
Mad Max: Fury Road es una opera de Richard Wagner, una película de vikingos, cine medieval, celuloide teológico, una oda al exceso, al “cuanto más mejor”, a la destrucción, a la anarquía, al sacrificio y la redención, una orgía de metal, guitarras eléctricas, explosiones, gasolina, arena, sangre y líquido amniótico en la que George Miller lo ha dado todo sin miedo a pecar de excesivo porque sabe al dedillo cuál es su oficio, qué debe dar a los espectadores y qué debe negarles. La última entrega de Mad Max es cine de acción en su estado más puro, delegando responsabilidades en unos especialistas de escenas de riesgo que sin la necesidad de efectos digitales (el uso de los mismos en el largometraje son mínimos y se concentran en las escenas en las que los personajes se enfrentan a tormentas de arena en el desierto) volviendo a aquellos años ochenta en los que el frío pixel todavía no había hegemonizado el cine de acción comercial. Miller no quiere dejarse nada en el tintero y se entrega a un desfile de excentricidades que parece no tener fin. Toda la estética punk, sadomasiquista, feista, pulp, barroca, crepuscular y mórbida que había sido el caldo de cultivo de las tres primeras cintas explosiona aquí lanzando metralla hacia la pantalla. El director australiano lleva hasta el paroxismo los vehículos gigantescos, los parajes desérticos, el armamento primitivo propio de un mundo devastado por las guerras y ajeno a todo tipo de progreso, una sociedad reflejada en esos personajes deformes, enfermos, pálidos, esqueléticos, repletos de tumores con los que llegan a convivir y que ofrecen la imagen alegórica de un planeta Tierra podrido, corrompido, que necesita sangre nueva para sobrevivir y poder llevar a cabo su cruzada suicida en pos de una mejorada descendencia, una nueva generación de saqueadores y caudillos totalitarios.
En los primeros quince minutos George Miller nos contextualiza su distopía salvaje y descarnada, en la que la gente sometida al brutal régimen de Inmortan Joe muere por la necesidad de agua y gasolina (los dos bienes más preciados de la saga como recordamos de la segunda y tercera entrega) y en la que la esperanza de vida es mínima, casi inexistente. Cuando llegamos a los 30 minutos de metraje el agotamiento del espectador es un hecho, siempre en el buen sentido de la palabra, para entonces Miller ya ha dado buena muestra de la bacanal de muerte y destrucción que su cámara puede capturar en tan poco tiempo, ya hemos visto al nuevo Max de Tom Hardy se perseguido por incontables pandillas de dementes motorizados, a Charlize Theron como Imperator Furiosa traicionar a su jefe para huir con las últimas portadoras de verdadera vida de es ciudad regida con puño de hierro en la que vivían a duras penas y nos han sido presentado esos kamikazes apodados Media-Vida, extremistas radicales que no rinden tributo a deidad alguna solo a la carretera, al octonaje, a la muerte violenta que los envía al Valhalla nórdico, exigiendo al espectador “ser testigo” de su hazaña suicida y que queda perfectamente reflejada en la maniática presencia de ese Nux al que da vida un superlativo Nicholas Hoult que ofreció todo en el, ya de por sí, durísimo rodaje de la película. Todo este bestiario, encadenado de escenas de acción que hacen palidecer cualquier intento por parte de otros directores de inyectar nervio y furia a proyectos ajenos a este, esa desmesura en fondo y forma es la que nos impide pararnos un momento a recapacitar y reflexionar sobre que el guión de la última cinta de George Miller, del que se ocupan Nick Lathouris, Brendan McCarthy y el miso cineasta, es un fino hilo, una mínima excusa de persecución continua sin ningún tipo añadidos argumentales que reducen la historia al mínimo exigido. Esta idea no es para echarse las manos a la cabeza, un film de esta naturaleza tan visual y avasalladora no necesita más argumento, es más, ninguno de los libretos de las tres anteriores entregas eran un dechado de progresión dramática o narrativa, pero el trabajo de su director era el que subía de nivel el acabado final del producto, alzando hasta la excelencia el que comentamos en esta última reseña.
Mucho se ha hablado de la estúpida campaña antifeminista contra Mad Max: Furia en la Carretera impulsada por el artículo “Por qué no deberías ver ‘Mad Max: Feminismo en la carretera” de Aaron Clarey apodado “Capitán Capitalismo” dentro de la web pro-machista Return of Kings y al que suscribe el hecho de que estos individuos aprieten el esfinter con cualquier producto en el que se le dé un considerable peso a una mujer siempre será recibido con fruición. En ese sentido George Miller revoluciona la saga, porque por primera vez da importancia capital a un rol femenino en una de las entregas de su franquicia, con una pletórica Charlize Theron en la piel de Imperator Furiosa, el mejor personaje de toda la película. Sí, el Max Rockatansky de Tom Hardy es muy digno y el actor de Origen o Locke ofrece todo su poderoso físico para estar a la altura de Mel Gbson, pero no neguemos lo evidente, su labor como guardaespaldas de la conductora del Camión de Guerra le deja en un segundo plano ante la determinación, fuerza, entereza y visceralidad de la mujer del brazo mecánico. Ella es el centro de la narración y en ocasiones al espectador le da por pensar que es ella la que debería haber heredado el papel que dio fama como intérprete al director de Braveheart o La Pasión de Cristo, mostrándose en más de una ocasión como el cerebro del plan de huida iniciado por ella y al mismo Max como el músculo para que este pueda llevarse a buen puerto. Siguiendo con el tema de quién es quién dentro de la galería de personajes con respecto al villano de la velada George Miller guarda un regalo para los fans cuando descubrimos que el actor que da vida al deforme y sádico Immortan Joe es Hugh Keays-Byrne, el mismo que encarnó al Toecutter de la primera entrega, impersonando así a los dos mejores rivales a los que se ha enfrentado Max en la franquicia a la que da nombre.
Mad Max Fury Road es un cañonazo, una explosión ensordecedora, un volcán activo que arroja a través de la pantalla gasolina, arena, polvo y sangre, la mejor película de acción en su esencia más pura que ha visto el cine contemporáneo en muchos años. También es el regreso de un autor que merece ser reconocodio no sólo por cómo influyó su ya tetralogía en nuevas generaciones de films y directores sino como un maestro del celoluide cortante, demente, descarnado y suicida. Este cineasta australiano septuagenario ha vuelto para dar un puñetazo en la mesa de Hollywood, uno tan fuerte como para partirla en dos y hacer que las astillas salten en los rostros de los Zack Snyder, Michael Bay, Roland Emmerich o Ridley Scott de turno que no admiten que o no son los genios que nos quieren vender o que su época ya pasó y por ello se han entregado a una autonidulgencia artística que los ha estancado cinematográficamente de manera alarmante. El creador de Mad Max vuelve a casa, conoce perfectamente el terreno y quiere ir a más a llá a base de la retumbante percusión de la banda sonora de Junk XL, de un reparto abierto en canal, de un acabado técnico mastodóntico y de la labor de unos genios de la acrobacia que jugándose la vida en pos del buen cine jamás podrán ser sustituidos por cientos de informáticos detrás de la pantalla de un ordenador. George Miller es un perro viejo, un verdadero visionario que ha vuelto en plena forma con su juguete impoluto, las pilas cargadas al máximo y nuevos complementos. A estas alturas el éxito mundial de esta obra megalómana, impúdica, consicentemente imperfecta y macarra hasta lo insultante ha servido para que su creador confirme que una nueva secuela titulada Mad Max: Wasteland comienza a gestarse en aquella lejana Australia en la que hace 35 años un guerrero sin nombre marcó época grabando sus aventuras a fuego en la memoria de millones de espectadores que hoy reciben con regocijo esté viaje a un averno sepultado en arena y olor a aceite de motor quemado. Porque si el infierno existe debe ser parecido a ese desierto que todo lo devora en Mad Max: Fury Road, una obra destinada a perdurar como sus hermanas mayores y que nadie debería perderse en pantalla grande para con ello conseguir llegar brillante y cromado a las puertas del Valhalla. Sed testigos amigos míos, sed testigos.
"Estamos en el año 2015 después de Jesucristo. Toda la cartelera está ocupada por los superhéroes de Marvel…¿Toda? ¡No! Unapelícula de animación en 3D protagonizada por irreductibles galos resiste todavía y siempre al vengador.”
El 29 de octubre 1959 el guionista René Goscinny y el ilustrador Albert Uderzo decidieron reescribir la historia de la invasión romana de las galias cuandoeditaron por capítulos en la revista Pilote lo que más tarde fue Astérix el Galo, el primer álbum de las aventuras de Astérix, Obélix, Idefix y el resto de habitantes de la famosa aldea que permanece imbatida frente al ejército romano de Julio César gracias a la fuerza sobrehumana que les confiere la pócima mágica creada por el druida Panoramix. Traducidas a una gran cantidad de idiomas y con un enorme éxito a nivel internacional las aventuras francesas de Asterix son, junto a las del Tintín de Hergé, posiblemente las historietas europeas más famosas jamás escritas o dibujadas dentro del viejo continente. Tras dieciseis álbumes llenos de humor, sorna, romance, folklore, tópicos utilizados como arma arrojadiza, cierta crítica social y mamporros a diestro y siniestro entre los que se encontraban clásicos como La Hoz de Oro, Astérix y Cleopatra, Astérix Legionario o Astérix y losJuegos Olímpicos la edición de La Residencia de los Dioses supuso uno de los momentos culminantes de la historia de las correrías del galo más famoso del mundo del noveno arte. Este álbum, número diecisiete, es el que ha servido como inspiración para la película homónima que se ha estrenado recientemente en las carteleras españolas, suponiendo el noveno film animado protagonizado por Astérix, Obélix y cia, así como el primero realizado totalmente con animación en 3D. En la siguiente entrada vamos a reseñar tanto el álbum de 1971 como la ya mencionada cinta de reciente factura que lo adapta dando forma a un especial dedicado a a creación de Goscinny y Uderzo mientras abrimos boca para la llegada del nuevo álbum de los personajes, Astérix y el Papiro del César, el segundo a manos del nuevo equipo creativo de la colección formado por el guionista Jean-Yves Ferri y el dibujante Didier Conrad que saldrá a la vente en Octubre delpresente año.
Astérix: La Residencia de los Dioses de René Goscinny y Albert Uderzo
Tras aparecer por entregas en la famosa revista Pilote, La Residencia de los Dioses se publicó como un sólo albúm en 1971 convirtiéndose en el número diecisiete de la colección creada por René Goscinny y Albert Uderzo. Pronto Le Domaine des Dieux se convirtió en una de las historietas más emblemáticas protagonizadas por Astérix, Obélix y el resto de galos. La obra narra cómo Julio César, tras varios intentos por conquistar el entrañable pueblo de nuestros protagonistas, decide construir en las inmediaciones de la zona una serie de enormes edificios de apartamentos llamada la Residencia de los Dioses en la que los ciudadanos romanos podrán disfrutar de todo tipo de lujos y de cuya edificación se ocupará el arquitecto Anguloagudus para así obligar a la aldea gala rodeada por los infames campamentos de Babaorum, Acuarium, Laudanum y Petibonum a adaptarse a su entorno o desaparecer miserablemente. Toda la irónica crítica hacia temas de corte social extrapolados de la actualidad al año 50 antes de Jesucristo en el que se mueven los personajes galos y romanos toma una nueva dimensión con la inteligente puya al capitalismo, la globalización y el consumismo desproporcionado con el que los autores de despachan a gusto dando con ello base a la que e podría considerase como una de las mejores aventuras del grupo de irreductibles galos
La Residencia de los Dioses va más allá de ser una entrega ejemplar de Astérix, el guerrero galo, supone uno de los puntos culminantes de los niveles de calidad que llegó a alcanzar la dupla Goscinny/Uderzo cuando estaban en el máximo apogeo de sus respectivos talentos, amalgamando sus dos personalidades en una sola, un cohesionado todo artístico y narrativo, que ofrece uno de los mejores bande desinee de la historia del medio en Europa. Después de dieciséis entregas el microcosmos ya estaba asentado y la peculiar personalidad de los personajes más que definida, de modo que a ambos autores sólo necesitaban colocar las piezas en el tablero y jugar una de las más épicas partidas de ajedrez jamás ideadas por sus mentes. El diabólico plan de Julio César, habiendo asumido ya que por la fuerza no tiene manera de reducir el poblado galo, con el que quiere seducir con los cantos de sirena del lujo y el consumo a sus enemigos edifica (nunca mejor dicho) debajo de su aparente inocencia una crítica furibunda a temas como el imperialismo, la especulación inmobiliaria (muy de moda en el país vecino en aquel año 1971 en el que vio la luz el álbum) el ecologismo, el progreso mal entendido o el esclavismo con una sana incorrección política que queda más o menos oculta por un humor en apariencia totalmente blanco pero con el que guionista e ilustrador cargan sus tintas contra gobernantes, fuerzas fácticas y ciudadanos acomodados. Toda esta fauna le sirve a Goscinny y Uderzo para poner a sus criaturas en una de las situaciones más complicadas de su historia, ya que el enemigo a batir en esta ocasión no puede ser derrotado a base de golpes por el simple hecho de ser un ente abstracto que todo lo devora cuando su poder llega a cotas alarmantes de desproporción.
René Goscinny recurre a su verborrea incontrolable, juegos de palabras tan simples como efectivos, referencias cosmopolitas y a ese subtexto con el que denunciaba todo aquello que según él y su compañero de armas consideraban injusto, inadecuado o criticable en manera alguna, como el hecho de que el capitalismo o el consumo sean capaces de devorar las arraigadas tradiciones de la aldea gala, convirtiendo a sus habitantes en comerciantes avariciosos con una insaciable avidez de dinero. La idea de que el imperio romano consiga vencer por fin a Astérix, Obélix y sus paisanos no por medio de la violencia o la estrategia militar sino gracias a una desproporcionada globalización con la que los comerciantes de la galia puedan sacar cada vez más sextercios a sus conciudadanos da una nueva dimensión al concepto de enemigo imbatible que suponga un reto a la altura de nuestros protagonistas. Por otro lado Albert Uderzo se encontraba en su momento de mayor pericia con los lapices, algunas viñetas destilan brillantez, dinamismo y un acabado que el dibujante dejó atrás hace años. Dentro de las páginas más brillantes destaca el prólogo que abre la obra con César explicando su plan, la viñeta a página completa con todos los habitantes de la aldea asaltando la Residencia de los Dioses y esa pequeña obra maestra que supone la doble splash page en la que vemos con todo detalle, como si en nuestras propias manos lo tuviéramos, el “prospecto implegable” en el que se describen todas las bondades que implican pasar un día en dicho emplazamiento, llenado de publicidad maliciosa y ácida esas dos páginas en las que ambos autores dan lo mejor de sí mismos como narradores de arte secuencial.
La Residencia de los Dioses sacia completamente el apetito goloso hasta de los fans de la rama más dura de Astérix, una obra memorable en la que todo funciona. Desde los secundarios episódicos como el detestable Anguloagudus (uno de los mejores y más patéticos villanos de la historia de la colección) el esclavo negro Duplicatha, cuyas negociaciones con respecto a su propia libertad o el esclavismo añaden una visión bastante lacerante a la hora de abordar dicho tema o las memorables incursiones del centurión Plantígradus que sabe como pocos lo que es enfrentarse a Astérix y Obélix. Por el camino Goscinny y Uderzo hacen historia del cómic europeo lanzanda dardos contra todo y contra todos, transmietiendo un mensaje tan escurridizo que no sabemos si critica el capitalismo o el progresismo, pero sin dejar títere con cabeza gracias a sus hallazgos tanto narrativos como visuales, a su afán por ir un poco más allá con respecto a historias pretéritas protagonizadas por los galos, pero siempre con un ojo en la antigüedad y otro en esa actualidad que siempre supieron retratar con luminosidad y ligereza o sátira y picaresca. Tras ella todavía llegaron siete álbums entre los que se encontraban piezas tan destacables como Los Laureles del César o La Gran Travesía, pero por desgracia Astérix en Bélgica supondría la última entrega en la que participaría directamente un René Goscinny que falleció durante su proceso creativo. Después Uderzo siguió con la colección en solitario manteniendo el tipo con varias historias que nacieron de ideas de su tristemente desaparecido compañero y adentrándose poco a poco en una gradual decadencia con el paso de los años que tuvo su hecatombe con el inenarrable ¡El Cielo se Nos Cae Encima! que cerró la segunda etapa de historia de estos galos para dar inicio a una tercera con los recién estrenados autores Jean-Yves Ferri y Didier Conrad que vienen para mantener el espíritu de estos personajes que forman desde hace décadas parte de la vida de millones de lectores.
Astérix: La Residencia de los Dioses, de Louis Clichy y Alexandre Astier
Si bien es cierto que a la hora de ver trasladadas sus aventuras a imagen real en pantalla grande con mediocridades como Astérix y Obélix Contra César (1999) o Astérix y Obélix: Misión Cleopatra (2002) o blasfemias como Astérix en los Juegos Olímpicos (2008) o Astérix y Obélix: Al Servicio de Su Majestad (2012) (en las que hasta tres Astérix diferentes recudidos a un mero secundario en todos los films, daban la réplica al memorable Obélix de Gerard Depardieu, acierto de casting que posiblemente sea la única virtud de dichos largometrajes) han hecho más daño que otra cosa a la obra de René Goscinny y Albert Uderzo plasmando infielmente sus historietas, es en el celuloide animado donde con más acierto se han extrapolado a los irreductibles galos creados en 1959. Desde aquella ya lejana Astérix el Galo de 1967 que tomaba como base el primer álbum del personaje editado tres años antes pasando por joyas como Astérix y Cleopatra, Astérix y la Sorpresa del César o aquella obra maestra, no basada en álbum alguno, titulada Las 12 Pruebas de Astérix que los mismos Goscinny y Uderzo se ocuparon de escribir y dirigir junto a Pierre Watrin, muchas han sido las cintas animadas que nos han devuelto el reflejo de unos personajes a los que reconocemos de las viñetas, al menos en gran medida. La última data del año 2014, está dirigida por Louis Clichy y Alexandre Astier, adapta La Residencia de los Dioses, acaba de llegar a las carteleras de Hispania y se revela como uno de los mejores largometrajes de la historia de Astérix, trasladando escrupulosamente el mundo de Goscinny y Uderzo y todo el mensaje, acabado artístico y narrativo del famoso álbum número diecisiete de la colección.
Astérix: La Residencia de los Dioses es dentro de la filmografía animada del personaje una obra considerablemente importante a pesar de su corta edad. Por un lado es la última cinta de los personajes desde aquella Astérix y los Vikingos de Stefan Fjeldmark y Jesper Møller que no fue muy bien recibida y por otro es la primera producción con los galos como protagonistas en 3D y animada íntegramente por ordenador. Sus directores son Louis Clichy, curtido en las filas de la productora Pixar de John Lasseter en abores de animador con obras maestras como Wall-E o Up y Alexandre Astier, creador de la serie cómica Kaamelott, que parodiaba los mitos artúricos, y realizador del largometraje David et Madame Hansen, protagonizado por la internacional Juliette Binoche. El resultado es una traslación escrupulosamente fiel a la historieta que toma como inspiración, pero añadiendo algunos detalles de cosecha propia (48 páginas son pocas para llenar 82 minutos de metraje, por mucho que las mismas estén repletas de imaginación e inventiva) que no sólo calzan perfectamente con las resoluciones conceptuales y narrativas de la obra sino que en ciertos aspectos hasta la enriquecen haciéndola ir un poco más allá de donde iban las viñetas en su afán por poner en peligro el futuro de la aldea de los protagonistas y su subtexto social y político repleto de mordiente aparentemente inofensivo.
El diseño de personajes de Astérix: Le Domaine des Dieux es brillante, tanto que nos regala la traslación al cine más fiel en fondo y forma que jamás se ha realizado sobre los personajes de Goscinny y Uderzo, algo parecido (pero ejecutado con más eficiencia) a lo que sucedió el año pasado con Mortadelo y Filemón Contra Jimmy el Cachondo, de Javier Fesser. Louis Clichy y Alexandre Astier (este último ocupándose también del guión de la película) hacen que cada diálogo, cada golpe de Obélix, cada ladrido de Ideafix o berrido de Asuracenturix nos retrotraiga inmediatamente a la verborrea incontrolada y jocosa de Goscinny o al encanto de la paleta de colores de Uderzo. Son ellos, los que conocemos desde hace años, y el encuadre se enamora de su humor físico, sus mamporros descontrolados, su apetito voraz y su sana intención de hacer mofa con el grueso del ejército romano. Por el camino ambos cineastas añaden ideas, personajes y pasajes de cosecha propia como la familia de Petiminus (había una parecida en las viñetas, pero su presencia era testimonial para dar pie a un par de gags) que es una concesión tanto comercial (la presencia de Jugo de Manzanus, Applejuice en la versión original en francés) como de correccion política (con ello los autores no hacen un retrato despectivo de toda la ciudadania romana) a la que poco se puede reprochar porque añade tres personajes memorables, el viaje del pueblo galo a la Residencia de los Dioses para alojarse permanentemente en sus instalaciones (enorme el uso del tema Sara Perchi te Amo, del grupo italiano Ricchi e Poveri en ese momento) o el asalto de ejército comandado por el centurión Plantígradus a la aldea en la que sólo Astérix aguanta el envite invasor y sin la ayuda de la poción mágica del druida Panorámix. Todas ellas perfectamente ensambladas en el núcleo argumental de la cinta que gana enteros gracias a dichos añadidos.
Por el camino los autores del largometraje no dan puntada sin hilo y llenan su producción de referencias que van desde 2001: Una Odisea del Espacio, King Kong o El Señor de los Anillos a otras producciones animadas de los galos como Astérix y Cleopatra con los esclavos moviendo con unasola mano gracias a la poción mágica las piedras que dan forma al edificio principal de la Residencia de los Dioses que remiten a cuando los egipcios comandados por Numerobis hacían lo propio para edificar las piramides en aquel film de 1968. El look visual insuflado a la cinta no da un respiro a la platea con acción a todo trapo, humor en sesión continua y un retrato de personajes sencillamente idéntico al que podemos disfrutar en el álbum destacando el esclavo Duplicatha y su peculiar sentido de la libertad y la negociación, el odioso Anguloagudus que es un calco milimétrico del de las páginas en papel y sólo renqueando la visión que se da de Julio César, que tanto en los BD de la colección como en el resto de obras animadas de Astérix, siempre destacaba por su elegancia, contención, inteligencia y honor con a diferencia del resto de romanos que se encontraban bajo su mando y que aquí es abordado con una personalidad demasiado histriónica y poseedor de una maldad plana típica de un villano de opereta cualquiera, aunque estos cambios no hacen mella en un producto al que no le faltan roles impagables como ese Asuracenturix brillante con el uso de sus “dotes vocales” o la batalla personal entre Esautomatix y Ordenalfabetix que es tan recurrente como descacharrante a lo largo del metraje, momentos de animación intachable y referencias que son indispensables en el microcosmos galo como los soldados romanos usados como punching balls, los juegos de palabras con el latín, las continuas peleas de los habitantes de la aldea o el banquete final en el que el ya incomprendido bardo rara vez toma parte.
De la misma manera que Astérix y los Pictos, el primer álbum escrito y dibujado por dos autores que no eran René Goscinny y Albert Uderzo, supuso un punto de inflexión en la historia en viñetas del galo más famoso de la ficción, esta adaptación a la pantalla grande de La Residencia de los Dioses lo hace con la ya longeva filmografía animada de dicho personaje y sus inseparables amigos. Por medio de un acabado técnico que poco tiene que envidiarle a las producciones americanas de Pixar o Dreamworks, un guión ágil, dinámico y tan fiel como reverencial con la historia original que nació en papel hace casi 45 años y la presencia de los Astérix, Obélix, Ideafix, Abraracurcix, Panoramix o Edadepiedrix más fieles a los cómics jamás visto esta producción de 2014 pone el primer menhir sobre el que edificar una nueva etapa audivoisual para los galos más cabezotas de la historia de la humanidad. Por suerte no podemos tener mejores noticias relacionadas con estos entrañables personajes ya que la llegada de autores como Louis Clichy, Alexandre Astier, Jean-Yves Ferri y Didier Conrad confirman la buena salud de este mito del noveno arte nacido en el viejo contiente, pero no arrastrándose por los suelos agonizante como cierta veterana (antaño mítica) serie televisiva protagonizada por una familia springfieldiana que se resiste a morir aún cuando los dobladores de sus personajes más importantes están abandonado un barco que lleva años hundiéndose sino por medio de nuevas historias o revisiones contemporáneas de las clásicas en distintos medios que destilan calidad, frescura, cariño por las criaturas que las pueblan y que confirman la buena salud de ese pueblo galo que ahora y siempre quitara el sueño al ejército romano en general y Julio César en particular. ¡Y por Tutatis que así sea durante muchos años!