"Sigue las drogas y encontrarás adictos y traficantes; sigue el dinero de las drogas y no tienes ni idea de donde te llevará el caso"
Lester Freamon
En el año 2000 el guionista David Simon y su colaborador Ed Burns crearon una miniserie para HBO titulada The Corner sobre el mundo de la droga en la ciudad de Baltimore que supuso el germen de otra posterior que acabó convirtiéndose en historia capital de la televisión estadounidense. The Wire es la serie, el puñetazo, la denuncia, el grito de dos ciudadanos, un ex policía y un ex periodista, cansados de lo que acontece en el estado en el que nacieron. Es la excusa artística de estos dos hombres indignados, enfadados, hartos de un sistema que devora a sus conciudadanos. The Wire es una ficción que rechaza de pleno las frenéticas formas narrativas actuales, una obra que obvia completamente del espectador y es tan consciente de la importancia de lo que narra como para tomarse el tiempo necesario para mostrarnos sus cartas.
The Wire es un producto de tanta calidad que se puede permitir no tener un protagonista absoluto y ser una historia coral, se puede dar el lujo de tener cinco subtramas abiertas durante un mismo episodio con todas y cada una de ellas fluyendo como el agua, de tener un reparto de caras comunes sin una sola estrella de relumbrón, capaz de no abusar del sexo y la violencia explícita si no es necesario siendo un producto de la televisión por cable americana. Valiente al ir a contracorriente y rodar sus capítulos con espíritu clásico, formato televisivo y estilo naturalista, una serie que haciendo oídos sordos de las modas se ve capaz de coger al protagonista y volverlo un secundario con escasas apariciones y por el contrario tomar a aquel tipo que salió cinco minutos contados en la primera temporada y convertirlo en el eje central de una entera si con ello se enriquece la trama y los caracteres que la desarrollan. Se concede coger al policía estúpido que cada vez que sale a la calle la caga y mostrarlo como una pieza clave en la cuarta temporada, convertir en un Robin Hood moderno y un icono para la comunidad negra, e incluso una referencia cultural para el actual presidente de los Estados Unidos al totémico Omar Little; dar a la televisión uno de los personajes más trágicos y entrañables de la historia, Bubbles, o los criminales más elegantes, atípicos y carismáticos jamás vistos, Avon Barksdale y Stringer Bell.
The Wire consta de cinco temporadas, todas con el mismo tema central, pero distintas las unas de las otras en su forma. La primera nos remite inevitablemente (no en lo estético, sino en el trasfondo) a Spike Lee localizando su acción en el gueto en el que los camellos de a pie campan a sus anchas. La segunda centrada en los puertos y el tráfico de personas remite a los mejores trabajos del británico Ken Loach. La tercera bebe del Sidney Lumet de los 70 con los policías que tratan de hacer lo correcto sobrepasando la línea de la legalidad. La cuarta, la mejor y más dura, respira a Charles Dickens por cada uno de sus fotogramas y la quinta es puro cine periodístico y político, el mismo que facturaban Alan J. Pakula, John Frankenheimer o Constantin Costa Gavras.
Pero que nadie se engañe, The Wire es mucho más que todo eso. Los policías imperfectos y humanos que se equivocan, duermen en el trabajo, se emborrachan, no llegan a fin de mes; los críos tirados en las esquinas vendiendo mierda y quitándose la vida los unos a los otros; los narcos con corazón, los asesinatos a pie de calle, los tiroteos en los barrios bajos, las escuchas encubiertas, el tráfico de influencias en las altas esferas, los niños fríos convertidos gélidos cadáveres, los delincuentes reformados o los tipos legales corrompidos son una enorme excusa, el definitivo McGuffin, para que Ed Burns y David Simon nos muestren una ciudad que se derrumba. Poniendo ante nuestros ojos una corrupción de tal envergadura que acaba en las manos del yonki que compra su dosis, pero empieza con el senador de Maryland, pasando por el ayuntamiento de Baltimore, la policía, el vergonzoso sistema educativo, los puertos donde los estibadores se meten en negocios turbios porque cobran una mierda, por ese arma tan poderosa como manipulable llamada prensa escrita o las elecciones municipales con sus candidatos y directores de campaña.
Pero desgraciadamente también hay algo malo con respecto a una pieza magistral como The Wire y tiene que ver con su repercusión y legado. Después de verla nada es igual con respecto al resto de series de televisión policiacas para el espectador que ha entrado de pleno en el juego propuesto por David Simon y Ed Burns. Cuando has visto esta obra de arte, los Jack Bauers, Gil Grissoms o Jason Gideons de 24, C.S.I: Las Vegas o Mentes Criminales respectivamente se revelan maniqueos estereotipos sin profundidad ni sentimiento alguno. Personajes acartonados viviendo incongruentes e idealizadas historias falsarias y autocomplacientes en una especie de desconocida e inalcanzable dimensión paralela, llena de una pueril ideología conservadora, reaccionaria y desfasada con ínfulas de supuesta modernez que no es tal.
Lo que se ve en la considerada obra cumbre de HBO indigna, enfada, entristece. Algo debe ir muy mal en un país como Estados Unidos cuando unos policias tienen que manipular pruebas para que les den equipamiento y personal suficiente para hacer su trabajo, para que el mejor detective de la ciudad sea un irlandés, borracho, infiel y amante de la autodestrucción física y mental; para que un político que quiera hacer las cosas decentemente tenga que lamer culos y luchar contra la corrupción de sus compañeros, para que un crío quiera ir antes a vender heroina jugándose la vida que al colegío, para que una ciudad quede abandonada a su suerte porque el 60% de su población es de color y a nadie la importa una mierda.
En la televisión del siglo XXI están The Wire y el resto de series que le quieren hacer sombra de manera infructuosa. Algunas están casi a su altura (The Shield, Mad Men, Los Soprano, A Dos Metros Bajo Tierra) pero esta que nos ocupa está hecha de un material que no poseen las otras. Un drama policíaco que nace como una excusa para que sus dos máximos responsables puedan colarle a HBO una de las piezas audiovisuales con una carga social y política nunca vista, con anterioridad o posterioirad, dentro de la televisión estadounidense independientemente de si es la generalista o la de pago. Como es lógico en España no es demasiado conocia por el gran público, pero los pocos que la han degustado no la olvidarán nunca, porque esta genialidad es un arma cargada en forma de sesenta impresionantes episodios que van más allá del puro entretenimiento, mucho más allá.
Gente tan dispar como Alan Moore, Nick Hornby, Carlos Boyero, Hernán Casciari o Maruja Torres la proclaman como la mejor serie de la historia de la televisión, el producto más logrado que ha salido jamás de la pequeña pantalla, el más realista, necesario, nihilista, maduro y triste alegato en contra de lo podrido y lo corrupto. Cada vez estoy más convencido de que en realidad tienen razón, aún no lo sé, es pronto, por ahora me quedo con ese último episodio. Anoche tras verlo, después de sentir la satisfacción, el calor y la despedida, de esos personajes inolvidables y tan cercanos llegó la decepción de saber que nunca volveré a ver un episodio nuevo de este tratado sobre la vida y la muerte en los callejones oscuros y olvidados de Baltimore, la ciudad más triste de los Estados Unidos de América.
The Wire consta de cinco temporadas, todas con el mismo tema central, pero distintas las unas de las otras en su forma. La primera nos remite inevitablemente (no en lo estético, sino en el trasfondo) a Spike Lee localizando su acción en el gueto en el que los camellos de a pie campan a sus anchas. La segunda centrada en los puertos y el tráfico de personas remite a los mejores trabajos del británico Ken Loach. La tercera bebe del Sidney Lumet de los 70 con los policías que tratan de hacer lo correcto sobrepasando la línea de la legalidad. La cuarta, la mejor y más dura, respira a Charles Dickens por cada uno de sus fotogramas y la quinta es puro cine periodístico y político, el mismo que facturaban Alan J. Pakula, John Frankenheimer o Constantin Costa Gavras.
Pero que nadie se engañe, The Wire es mucho más que todo eso. Los policías imperfectos y humanos que se equivocan, duermen en el trabajo, se emborrachan, no llegan a fin de mes; los críos tirados en las esquinas vendiendo mierda y quitándose la vida los unos a los otros; los narcos con corazón, los asesinatos a pie de calle, los tiroteos en los barrios bajos, las escuchas encubiertas, el tráfico de influencias en las altas esferas, los niños fríos convertidos gélidos cadáveres, los delincuentes reformados o los tipos legales corrompidos son una enorme excusa, el definitivo McGuffin, para que Ed Burns y David Simon nos muestren una ciudad que se derrumba. Poniendo ante nuestros ojos una corrupción de tal envergadura que acaba en las manos del yonki que compra su dosis, pero empieza con el senador de Maryland, pasando por el ayuntamiento de Baltimore, la policía, el vergonzoso sistema educativo, los puertos donde los estibadores se meten en negocios turbios porque cobran una mierda, por ese arma tan poderosa como manipulable llamada prensa escrita o las elecciones municipales con sus candidatos y directores de campaña.
Pero desgraciadamente también hay algo malo con respecto a una pieza magistral como The Wire y tiene que ver con su repercusión y legado. Después de verla nada es igual con respecto al resto de series de televisión policiacas para el espectador que ha entrado de pleno en el juego propuesto por David Simon y Ed Burns. Cuando has visto esta obra de arte, los Jack Bauers, Gil Grissoms o Jason Gideons de 24, C.S.I: Las Vegas o Mentes Criminales respectivamente se revelan maniqueos estereotipos sin profundidad ni sentimiento alguno. Personajes acartonados viviendo incongruentes e idealizadas historias falsarias y autocomplacientes en una especie de desconocida e inalcanzable dimensión paralela, llena de una pueril ideología conservadora, reaccionaria y desfasada con ínfulas de supuesta modernez que no es tal.
Lo que se ve en la considerada obra cumbre de HBO indigna, enfada, entristece. Algo debe ir muy mal en un país como Estados Unidos cuando unos policias tienen que manipular pruebas para que les den equipamiento y personal suficiente para hacer su trabajo, para que el mejor detective de la ciudad sea un irlandés, borracho, infiel y amante de la autodestrucción física y mental; para que un político que quiera hacer las cosas decentemente tenga que lamer culos y luchar contra la corrupción de sus compañeros, para que un crío quiera ir antes a vender heroina jugándose la vida que al colegío, para que una ciudad quede abandonada a su suerte porque el 60% de su población es de color y a nadie la importa una mierda.
En la televisión del siglo XXI están The Wire y el resto de series que le quieren hacer sombra de manera infructuosa. Algunas están casi a su altura (The Shield, Mad Men, Los Soprano, A Dos Metros Bajo Tierra) pero esta que nos ocupa está hecha de un material que no poseen las otras. Un drama policíaco que nace como una excusa para que sus dos máximos responsables puedan colarle a HBO una de las piezas audiovisuales con una carga social y política nunca vista, con anterioridad o posterioirad, dentro de la televisión estadounidense independientemente de si es la generalista o la de pago. Como es lógico en España no es demasiado conocia por el gran público, pero los pocos que la han degustado no la olvidarán nunca, porque esta genialidad es un arma cargada en forma de sesenta impresionantes episodios que van más allá del puro entretenimiento, mucho más allá.
Gente tan dispar como Alan Moore, Nick Hornby, Carlos Boyero, Hernán Casciari o Maruja Torres la proclaman como la mejor serie de la historia de la televisión, el producto más logrado que ha salido jamás de la pequeña pantalla, el más realista, necesario, nihilista, maduro y triste alegato en contra de lo podrido y lo corrupto. Cada vez estoy más convencido de que en realidad tienen razón, aún no lo sé, es pronto, por ahora me quedo con ese último episodio. Anoche tras verlo, después de sentir la satisfacción, el calor y la despedida, de esos personajes inolvidables y tan cercanos llegó la decepción de saber que nunca volveré a ver un episodio nuevo de este tratado sobre la vida y la muerte en los callejones oscuros y olvidados de Baltimore, la ciudad más triste de los Estados Unidos de América.
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