jueves, 31 de mayo de 2018

Love, trois sont la foule



Título Original Love (2015)
Director Gaspar Noé
Guión Gaspar Noé
Reparto Karl Glusman, Aomi Muyock, Klara Kristin, Benoît Debie, Vincent Maraval, Gaspar Noé,  Juan Saavedra, Déborah Révy, Ugo Fox





Gaspar Noé, nacido en argentina y afincado en Francia, es uno de los cineastas más polémicos e incorfomistas del panorama cinematográfico internacional de los últimos veinte años. Con sólo cinco largometrajes en su haber y levantando ampollas ya desde su ópera prima Solo Contra Todos, basada en un mediometraje de su propia autoría titulado Carne, con la que abordaba temas como la violencia, el incesto, el racismo o los abusos a menores Noé dio prematuras muestras de ser un narrador con un inquebrantable afán por escandalizar, revolver conciencias o estómagos y mostrar lo mejor y lo peor que habita en el alma humana. La brutal Irreversible y la experimental Enter the Void lo confirmaron como un maestro de lo malsano y la atmósfera opresiva, desafiando a los espectadores con cada nuevo proyecto y adentrándose en terrenos poco o nada transitados en una cinematografía como la europea tan dada a la autoindulgencia y el academicismo no siempre bien entendido.




En el año 2015 presentó su cuarto largometraje, Love, fuera de concurso en el festival de Cannes y allí sucedió algo impropio en su cinematografía. Su propuesta fue recibida con una notable tibieza por publico y prensa especializada, algo impensable si nos referimos a su tres primeros trabajos que pasaron por la croisette haciendo un enorme ruido. La ausencia de escándalo y ríos de tinta con respecto a su penúltima creación se debieron a que más allá de su naturaleza de "cine pornográfico con pretensiones" no se regodeaba en un ideario predispuesto a disgustar a distinto tipo de espectadores como había hecho en ocasiones anteriores. Lejos quedaban los deseos, entre la seriedad y la ironía, por parte del cineasta Raul Ruiz de aplicar la "pena de muerte" a Noé después de ver Irreversible en el festival francés o las numerosas deserciones a lo largo de la proyección de Enter the Void cinco años después en el mismo emplazamiento. Con Love el autor de Sodomites forjaba su film más convencional, aunque dicha afirmación debe ser matizada y a continuación lo haremos.




Al igual que el danés Lars Von Trier, otro autor propenso al escándalo, con Nymphomaniac Gaspar Noé llevaba años pensando sacar adelante una película con escenas de sexo reales, ya que en varios de sus films previos había experimentado con dicha temática, sin caer en ningún momento en la pornografía, pero sí bordeándola. Love es la culminación de ese proyecto y para sacarlo adelante el argentino decidió rodarlo en 3D y contratar los servicios de tres actores prácticamente desconocidos que darían forma al triángulo amoroso sobre el que se sustentaría el argumento propuesto por el largometraje. El resultado es una pieza irregular cuyas ínfulas artísticas y narrativas no están a la altura del planteamiento estético y autoral que propone el hijo del pintor Luis Felipe Noé, ejecutando así la que posiblemente sea su cinta menos lograda y satisfactoria, aunque no por ello carente de interés o hallazgos que justifiquen su visionado.




La trama de Love no plantea mayores complicaciones. El día de año nuevo que Murphy (Karl Glusman) está pasando con su esposa Omi (Klara Kristin) y su hija pequeña recibe la llamada de Nora, la madre de su anterior novia, Electra (Aomi Muyock) con la que vivió una apasionada relación sentimental y a la que abandonó por su actual pareja al quedar esta encinta tras un escarceo sexual. Solo en su apartamento Murphy recordará los mejores y peores momentos de la etapa de su existencia compartida con Electra y cómo la irrupción de Omi, llegando esta a compartir cama con ambos en sus inicios, truncó el futuro en común con la mujer más importante de su vida. Como puede verse este argumento no se aleja demasiado del planteado por cualquier drama romántico prototípico, su mayor flaqueza que más tarde expondremos, pero la intención de Gaspar Noé es abordarlo de la manera más realista y cercana posible y desde su perspectiva el mejor modo de hacerlo es incluyendo escenas de sexo reales con el trío de protagonistas implicados.




Vaya por delante que el mayor logro de un trabajo como Love es, a diferencia de otras películas que incluyen sexo explícito en su metraje sin adscribirse de manera ortodoxa al cine dirigido a adultos, que dichas secuencias funcionen en el contexto de la historia planteada y a un nivel estético y primario. Se antoja ineludible la sensualidad que dichos pasajes transmiten gracias a la entrega del trío de actores que las interpretan, aunque son Karl Glusman y Aomi Muyock los que más metraje gráfico protagonizan, y sobre todo a un Gaspar Noé ofreciendo todo su conocimiento estilístico para que cada coito, masturbación, eyaculación u orgasmo sean capturados de manera orgánica, cercana, cálida. No hay aquí una visión gélida o distante a la hora de mostrar el sexo y sólo en un par de ocasiones se excede visualmente con el mismo para alardear del innecesario y caprichoso 3D que está totalmente fuera de lugar en un producto como este cuya naturaleza es eminentemente emocional.




A un nivel narrativo la explicitud de dichos pasajes también aportan cierta profundidad y desarrollo a las historias compartidas por el trío de personajes principales. La intención de Noé, a diferencia de la de sus tres films previos a Love, no es escandalizar o sacudir al espectador, sino convertir el sexo real en una parte más de la relación sentimental que comparten sus criaturas, con la idea de que la platea lo vea como algo normal, acentuando así la inmersión que el espectador experimentará una vez se haga cómplice del relato que vertebra el largometraje. El argentino consigue en casi todo momento que la "pornografía" enriquezca y complemente el romance entre Murphy y Electra y cómo este se ve truncado con la aparición de Omi. De hecho el cineasta y guionista está tan obsesionado con la idea de convertir la sexualidad en parte inherente del discurso de su propuesta que decide abordarla de manera más sucia, lasciva y superficial en la parte del metraje en la que la relación entre los protagonistas comienza a tambalearse por culpa de los excesos, el adulterio y el egoismo, como se ve en la escena que tiene lugar en ese local de intercambio muy similar al pub Rectum de Irreversible.




Desde esta perspectiva el autor del film consigue lo que parecía más difícil, justificar la inclusión de sexo real en la trama del mismo. En cambio falla en lo que pudiera parecer más sencillo, mostrar una historia de amor que no caiga en lugares comunes, tópicos y estereotipos manidos hasta lo extenuante. Por desgracia debajo de su atípica intencionalidad estética y conceptual Love no deja de ser un drama romántico visto mil veces en ocasiones previas y con resultados mucho más eficientes. El uso caprichoso de una voz en off que aparece y desaparece sin previo aviso para remarcar obviedades y hacer un uso de monólogos introspectivos cuya prosa es cuestionable en lo referido al uso de la metáfora o la hipérbole menoscaban las virtudes audiovisuales aportadas por un Gaspar Noé que lo da todo desde el punto de vista de la realización, pero que no innova un ápice en cuanto a una escritura en la que tampoco utiliza filtro alguno a la hora de engrandecer su ego por medio de varios apuntes autobiográficos introducidos de manera bastante forzosa.




Unos párrafos más arriba mencionábamos la entrega de los actores a la hora de afrontar las numerosas y complicadas escenas sexuales. De esta manera con respecto a mostrar carnalidad o sensualidad los tres acometen con profesionalidad y riesgo su labor, más si cabe siendo jóvenes con no mucha experiencia en el medio. El problema reside en que ninguno de ellos es un buen intérprete, destacando mínimamente Karl Glusman y dejando mucho que desear Aomi Muyock, y eso se nota en pantalla sobre todo cuando tienen que interactuar por medio de los diálogos, la expresión de sentimientos o el dramatismo en los pasajes más crudos. Si a la bisoñez del reparto añadimos el inadecuado guión por parte de Noé que se entrega a los prostituibles brazos de la reiteración con una historia de amor y desamor carente de originalidad desde una perspectiva argumental con Love sólo nos queda un proyecto visual y sexualmente muy eficiente conteniendo en su interior un relato que hasta cierto punto nos deja indiferentes por su previsibilidad y escasa inventiva 




Love queda lejos de ser una de las mejores cintas de Gaspar Noé, aunque sí podemos considerarla la más personal e íntima de las que ha rodado hasta el momento, algo que le honra como autor. Sus aciertos y fallos ya los hemos enumerado y por suerte la balanza cae del lado de los primeros convirtiendo su cuarto largometraje en un pieza cuyo visionado no sólo merece la pena, también se antoja más digerible para aquellos que con sus tres primeros largometrajes sufrieron un calvario. A día de hoy su quinto film, Clímax, una historia sobre un grupo bailarines implicados en una orgía de violencia y sexo por culpa de una droga letal vertida en una fuente de sangría y protagonizada por Sofia Boutella, espera fecha de estreno internacional tras su buen recibimiento en la quincena de realizadores del último Festival de Cannes donde los tiempos cambian, siendo Noé el que recibe los halagos y otro enfant terrible el que siembra la polémica con su última película.



Han Solo: Una Historia de Star Wars



Título Original Solo: A Star Wars Story (2018)
Director Ron Howard
Guión Lawrence Kasdan y Jonathan Kasdan
Reparto Alden Ehrenreich, Emilia Clarke, Woody Harrelson, Donald Glover, Thandie Newton, Paul Bettany, Phoebe Waller-Bridge, Warwick Davis, Clint Howard, Richard Dixon, Joonas Suotamo, Sarah-Stephanie, Deepak Anand, Slim Khezri, Ian Kenny, Douglas Robson, Omar Alboukharey, Sean Gislingham, Nathaniel Lonsdale




Cuando todavía no se ha cumplido medio año del estreno de la rupturista y muy polémica Star Wars Episodio VIII: Los Últimos Jedi llega a pantallas de todo el mundo una nueva entrega de la franquicia creada por George Lucas en 1977. En esta ocasión se trata del segundo spin off desde que Disney comprara los derechos de Lucasfilm y reactivara la saga de ciencia ficción más importante de la historia del séptimo arte. Después de la excelente Rogue One: Una Historia de Star Wars de 2016 que nos hizo testigos de la aventura emprendida por Jyn Erso y sus colaboradores para robar los planos de la Estrella de la Muerte llega la, posiblemente, apuesta más arriesgada y temeraria relacionada con el universo diseñado por el autor de American Graffiti. Han Solo: Una Historia de Star Wars sufrió una producción problemática desde su misma gestación, algo inherente en varios de los nuevos proyectos impulsados por Kathelyn Kennedy y sus socios dentro de este universo. Los directores encargados de llevar a imágenes el largometraje centrado en los años de juventud del mítico piloto del Halcón Milenario fueron en principio Chris Miller y Phil Lord ayudados por un guión de Lawrence Kasdan, habitual de la casa, y su hijo Jonathan Kasdan. A los cuatro meses de rodaje los autores de La LEGO Película e Infiltrados en Clase (21 Jump Street) de manera repentina fueron despedidos por los jefazos de Disney por importantes diferencias creativas y tomando el relevo de la pareja Ron Howard que desde ese mismo momento ocupó el lugar detrás de las cámaras. El reparto de actores del accidentado film está formado por Alden Ehrenreich en la piel del protagonista, Emilia Clarke, Woody Harrelson, Paul Bettany, Thandie Newton y Donald Glover dando vida a un rejuvenecido Lando Calrissian.




Han Solo: Una Historia de Star Wars es una película de aventuras clásica adscrita con fidelidad al canon impuesto por la franquicia y tan eficiente en todos sus aspectos como ligera en fondo y forma a pesar de la aparatosidad de su naturaleza cinematográfica. Este segundo spin off es una amalgama de space opera, western, relato de aventuras y a la hora de compactar estas diferentes influencias lo hace de manera notablemente competente y cohesionada. Después de una pieza tan arriesgada como Star Wars Episodio VIII: Los Últimos Jedi (que fue un gran éxito, pero también motivo de agria controversia para gran parte del fandom y el público generalista) los responsables de Lucasfilm han decidido volver a cierta zona de confort sin arriesgar demasiado en el proceso y más si tenemos en cuenta que nos referimos a un film en el que conocemos las primeras andanzas de uno de los personajes más queridos de la franquicia, ese Han Solo al que dio vida hasta en cuatro ocasiones un excelente Harrison Ford despidiéndose de su criatura en Star Wars Episodio VII: El Despertar de la Fuerza el pasado año 2015. En este sentido el largometraje de Ron Howard se muestra respetuoso hasta lo intachable a la hora de formularse como precuela de la primera trilogía ideada por George Lucas y de este modo se ve algo encorsetada y conservadora estructural y tonalmente, algo lógico por el origen complicado de una propuesta como esta que se adentraba en terrenos presumiblemente incómodos.




Para que Solo: A Star Wars Story funcionara a la hora de adherirse de manera adecuada al microcosmos ficcional al que pertenece los responsables del proyecto encomendaron la escritura del guión a un viejo conocido como Lawrence Kasdan, en esta ocasión acompañado de su hijo Jonathan Kasdan, que después de firmar hasta tres entregas es seguramente, después del mismo George Lucas, la persona que mejor conoce la idiosincrasia y el contexto en el que se desarrolla la franquicia que le dio fama como libretista que más tarde se adentraría en la dirección cinematográfica con piezas como Fuego en el Cuerpo, Silverado o Wyatt Earp entre otras. La mano de los Kasdan se percibe a la hora de retratar señas de identidad indivisibles a Star Wars en general y a la trilogía original en particular. Mercenarios, cazadores de recompensas, ladrones, la sombra del Imperio siempre sobrevolando una galaxia esclavizada por sus ínfulas dictatoriales e historias pequeñas que son las que realmente cimentan la esencia de un devenir de acontecimientos que se desarrolla de manera orgánica y a un ritmo más que adecuado en el que convergen los pasajes de acción a escala épica y los que tienen las interacciones de los personajes como núcleo central, apelando a una alternancia muy bien medida entre cierto drama no muy solemne y una tendencia al humor que encuentra en los personajes secundarios sus principales valedores. Un guión al que sólo se le puede achacar la previsibilidad de la que hace gala de principio a fin por culpa de tirar demasiado de manual para su construcción narrativa.




Con respecto a la labor de Ron Howard como director en Han Solo: Una Historia de Star Wars es de recibo mencionar que embarcarse en un proyecto de dimensiones tan bestiales al cuarto mes de rodaje cuando los responsables originales habían abandonado la nave debió suponer un quebradero de cabeza para el autor de Una Mente Maravillosa. Pero el oficio de un artesano curtido en mil batallas hace acto de presencia y aunque todos hemos hecho mofa con él en muchas ocasiones por ser un cineasta blando que normalmente se adentra sin miramientos en la sensiblería podemos afirmar que gracias a sus conocimientos de la maquinaría hollywoodiense y los engranajes que deben hacer funcionar adecuadamente blockbusters de todo pelaje su labor como jefe de orquesta en la última producción de Star Wars es adecuada y muy eficiente en todos sus aspectos. Howard es un perro viejo que lleva facturando superproducciones desde los años 80 y eso se deja notar en la soltura con la que compacta las escenas de acción a gran o pequeña escala, el cariño que profesa por unos personajes interpretados por unos actores que en todo momento se sienten protegidos por él y una puesta en escena, en líneas generales, que sabe aprovechar al máximo el material narrativo que tiene entre manos, así como un diseño de producción mastodóntico en el que se dan la mano efectos especiales prácticos con digitales, una dirección artística tan descomunal como fiel a la cronología a la que se adscribe dentro de la saga cinematográfica y un bestiario interminable de razas intergalácticas que nos retrotraen a la trilogía primigenia de los años 70 y 80 y con el que los equipos de maquillaje y vestuario hacen un trabajo remarcable.




Algo en lo que todo el mundo estaba de acuerdo antes del estreno Solo: A Star Wars Story es en la importancia de sus personajes y los actores que les iban a dar vida, haciendo especial hincapié en los que interpretarían a las versiones rejuvenecidas de los ya conocidos dentro de la creación de George Lucas. Después de alarmas, sudores fríos y ataques furibundos lanzados antes de ver una sola imagen del film contra Alden Ehrenreich podemos afirmar que su labor es encomiable y muy digna. El Hobie Doyle de la decepcionante ¡Ave César! acomete su versión de Han Solo con un dinamismo digno de elogio, aportando la sorna y la volatilidad que exige un rol tan icónico y aunque su composición queda a años luz de la de Harrison Ford aguanta el envite con profesionalidad y bastante solvencia. Emilia Clarke se esfuerza porque el papel de Qi’ra transmita elegancia y fuerza, pero la británica no consigue destacar en demasía cuando el encuadre repara en su presencia y su química con Ehrenreich es muy cuestionable. Mucho mejor abordan Donald Glover su canallesco y trilero Lando Calrissian o Woody Harrelson a un Tobias Beckett que da origen a los trucos de cazarrecompensas que Han aprendió de él con el paso de los años. Por otro lado mencionar para bien a Paul Bettany que a pesar de sus escasos minutos en pantalla y nimio desarrollo de su rol roba no pocos planos al resto de personajes como Dryden Vos y Joonas Suotamo enfundado en el traje de Chewbacca e interactuando de manera impecable con el protagonista. Pero lo más curioso con respecto a este apartado es que son dos creaciones digitales, L3-37 y Rio Durante, los que se ganan el corazón del espectador con pasajes, acciones y diálogos que los convierten en lo mejor de la velada.




Han Solo: Una Historia de Star Wars es un producto competente y agradable, que abraza la aventura clásica al estilo de la trilogía original o la saga de Indiana Jones sin buscar más aspiración que entretener al público en general y al fan de La Guerra de las Galaxias en particular. Con un ojo en la imaginería diseñada en su origen por George Lucas y otro en Firefly y Serenity (la influencia de la creación de Joss Whedon es más que notable, llegando a emularse en el film pasajes casi arrancados de algunos de sus episodios como la secuencia bélica inicial o el robo del cargamento de coaxium) Ron Howard, los Kasdan y el reparto de actores han conseguido salir airosos de un proyecto repleto de problemas, retrasos y mil y un obstáculos. Por desgracia esto no se ha visto reflejado en la taquilla durante un primer fin de semana en el que el largometraje ha quedado muy lejos de los cálculos que los productores habían realizado con respecto a la recaudación local e internacional convirtiendo su estreno en el peor de un film de la franquicia desde que Lucasfilm pertenece a Disney. Malas noticias para una cinta merecedora de una mejor acogida abriendo un abanico de posibilidades bastante amplio para haber sido explotado en unas futuras secuelas que desde ya penden de un fino hilo. No sabemos si estos malos resultados se deben a la decepción que supuso la anterior entrega para gran parte de los fans, a la sobreexplotación cinematográfica de la marca, dos películas en menos de seis meses puede que sea demasiado, a la dura competencia en cartelera (Vengadores: Infinity War todavía colea y Deadpool 2 se estrenó hace diez días) o a que no cubre los mínimos exigidos a un proyecto de su envergadura, pero el que esto suscribe sólo puede recomendarla como la estimable muestra de cine de entretenimiento y evasión que es.





viernes, 25 de mayo de 2018

Deadpool 2



Título Original Deadpool 2 (2018)
Director David Leitch
Guión Rhett Reese, Paul Wernick, Ryan Reynolds, basado en el personaje creado por Fabian Nicieza y Rob Liefeld
Reparto Ryan Reynolds, Josh Brolin, Zazie Beetz, Morena Baccarin,  Julian Dennison, T.J. Miller,  Karan Soni, Brianna Hildebrand, Leslie Uggams, Jack Kesy, Eddie Marsan, Lewis Tan, Bill Skarsgård, Rob Delaney, Terry Crews, Shiori Kutsuna, Hayley Sales, Luke Roessler, Scott Vickaryous, Tanis Dolman, Nikolai Witschl, Andréa Vawda




Cuando todavía no nos hemos recuperado de la resaca producida por el descomunal éxito de crítica y público de Vengadores: Infinity War nos encontramos con una nueva adaptación cinematográfica de un personaje de la Casa de las Ideas, pero este no adscrito al universo cinematográfico ideado por Kevin Feige y sus colaboradores en Marvel Studios. Hablamos como no podía ser menos de Deadpool 2, la secuela del triunfal debut en solitario del mercenario bocazas creado por el guionista Fabián Nicieza y el ilustrador Rob Liefeld en 1991 dentro de las páginas de aquel lejano número 98 de la colección Los Nuevos Mutantes. Culminando una batalla personal en la que Ryan Reynolds aunó fuerzas con los guionistas Rhett Reese y Paul Wernick así como el cineasta Tim Miller con la intención de convencer a 20th Century Fox para sacar adelante un largometraje protagonizado por el alter ego de Wade Wilson Deadpool (2016) recaudó más de 780 millones de dólares a lo largo del mundo superando la taquilla de otros productos adscritos al género superheróico que no tenían la calificación moral R de la que hacía gala con orgullo esta primera aventura en solitario del asesino a sueldo más políticamente incorrecto de Marvel Comics. Esta segunda entrega cambia de director, ocupando David Leitch (John Wick, Atomic Blonde) la silla de Tim Miller que abandonó el proyecto por diferencias creativas con un Ryan Reynolds que encabeza el reparto formado por caras conocidas como las de Morena Baccarin, Briana Hildebrand, T.J. Miller, Karan Soni o Leslie Uggams a los que se unen nuevas incorporaciones como las de Josh Brolin interpretando a Cable, Zazie Beetz en la piel de Dómino y Julian Dennison como Russell Collins, entre otros.




Para todos aquellos que se encuentren preocupados con respecto a si esta secuela de Deadpool está a la altura de su predecesora confirmamos que pueden estar tranquilos, porque sí, nos encontramos con una continuación que supera en todos sus aspectos, para bien y para mal, a la primera entrega cinematográfica del personaje más díscolo de Marvel Cómics. En ese sentido Deadpool 2 hace un buen uso de lo que podemos denominar como “secuelitis” que no es otra cosa que la sintomatología, típicamente hollywoodiense, de abordar la continuación de un gran éxito cinematográfico potenciando todos aquellos aspectos que en su momento se contaron como virtudes o hallazgos de cara al público y la prensa especializada. De hecho esto queda patente a lo largo del desarrollo de acontecimientos que dan forma al largometraje dirigido por David Leitch cuando se confirma que como producto fílmico adherido a una recién nacida franquicia es mucho más grande, ambicioso, potente e hiperbólico que su predecesor. Por suerte no sólo en la envergadura del proyecto se percibe la mayor confianza de los productores en la labor de Ryan Reynolds y sus colaboradores a la hora de poner en marcha este nuevo trabajo, ya que también en el trabajo de escritura, mucho más elaborada en esta ocasión si hacemos una comparativa con la cinta pionera, se vislumbra una historia mucho más completa a la hora de ser expuesta en pantalla para su consumo por potenciales espectadores.




A diferencia de la primera película, cuyo argumento era un fino y no muy consistente hilo conductor sobre el que los guionistas Rhett Reese y Paul Wernick, con la inestimable ayuda de un Ryan Reynolds que se dedicó en cuerpo y alma a potenciar los pasajes cómicos del libreto, fueron construyendo los diferentes flashbacks utilizados para dar génesis y trasfondo a la vida de Wade Wilson como mercenario, posterior cobaya del proyecto militar Arma X y su consiguiente conversión en el Deadpool que todos conocemos esta secuela apela a una mayor preparación para construir el relato que lo vertebrará como obra cinematográfica. Esta idea se consolida en ese arranque en el que los ideólogos del film se toman su tiempo para diseñar el producto, siempre entregándose a la comicidad y lo exagerado, pero con la intención de construir unos cimientos sólidos para dar empaque al conjunto narrativo. Este discurrir de situaciones, cuya intención es dar unas motivaciones al personaje y crear el conflicto que le impulsará a vivir la aventura desarrollada en Deadpool 2, ocupa la primera mitad del metraje y como era de esperar está plagado de esas señas de identidad ya asentadas en la entrega previa, tomando como estandarte la efectiva alternancia entre drama y comedia desprejuiciada manteniendo así un elocuente equilibrio en lo referido a la narración y siendo fiel a la idiosincrasia adscrita al personaje en las viñetas en grado sumo, porque este Deadpool lo es al 150% de su capacidad.




Esta decisión se antoja harto interesante, porque al ser conscientes como espectadores de la consolidación estructural de la historia, que no deja de ser sencilla y bastante arquetípica en cuanto al género al que pertenece como pieza fílmica por mucho que trate de parodiarlo, está bien apuntalada y los personajes presentados y definidos los tres guionistas toman la primera misión del grupo X-Force como el punto de ruptura en el que la película muta en una pieza de naturaleza demencial cuyo desarrollo del entramado se antoja enfermizo en cuanto a su imprevisibilidad se refiere. A partir de ese momento los escritores, con la complicidad de su director, vuelan por los aires gran parte de lo que habían diseñado para que el caos y lo anárquico (siempre medidos, nunca descontrolados en un sentido negativo) reine a lo largo de una segunda hora en la que la película aumenta exponencialmente su inquebrantable adhesión al imaginario “deadpooliano” en el que todo vale y ningún exceso está de más. De este modo Deadpool 2 engaña al espectador, algo que hará en no pocas ocasiones a lo largo del metraje, porque cuando parecía que iba a entregarse a cierta madurez desde una perspectiva de construcción cinematográfica la insania, la subversión de las señas de identidad indentificables al subgénero superheróico y el “cuanto más mejor” vampirizan la trama para convertirla, más que nunca, en un cómic en movimiento protagonizado por el perfecto émulo en imagen real del Wade Wilson de las viñetas.




Porque si hay algo inapelable en lo concerniente a Deadpool 2, y es algo previamente apuntado en esta misma entrada, es su propensión a ser de mayor tamaño que su predecesora en todos los aspectos. La acción tiene más protagonismo y la misma está ejecutada desde un punto de vista técnico y coreográfico mucho más profesional y elaborado, pero en este sentido cierto abuso de los CGI juega en contra del proyecto, dejando un poco de lado la personalidad orgánica y realista de la que hacía gala Tim Miller en la primera entrega. Evidentemente tener a un profesional como David Leitch en la realización es garantía de calidad y eficacia siempre que nos refiramos a los pasajes más dinámicos de la propuesta, pero el director de John Wick demostró en ocasiones previas su predilección por una acción de naturaleza más depurada que aquí sólo se vislumbra de manera cristalina en las primeras secuencias con Wade Wilson ocupándose de sus encargos como mercenario. Seguidamente si nos centramos en el dramatismo y ese trasfondo de tragedia, que en las viñetas no todos los guionistas del personaje han querido o podido explotar, la evolución una vez más se hace notable gracias principalmente a la relación entre el protagonista y su novia Vanessa, una vez más interpretada por a actriz de origen brasileño Morena Baccarin, y cuyo desarrollo se convierte en el núcleo emocional y catalizador de las decisiones tomadas por el rol de Ryan Reynolds.




Pero si hay dos aspectos de Deadpool que se han llevado a inexplorados niveles de creatividad y esquizofrenia en esta nueva película son la metareferencialidad y sobre todo el humor. La primera en esta ocasión abarca guiños a la anterior entrega, al universo cinematográfico mutante, a los cómics y películas de Marvel, a los films de DC, a la cultura popular en líneas generales y en un intento de rizar el rizo el mismo protagonista se dedica a mencionar sobre la marcha las carencias narrativas, interpretativas y visuales en las que cae esta misma secuela llevando la autoconsciencia cinematográfica de la propuesta a un grado de autoparodia casi inabarcable. El segundo es en Deadpool 2 mucho más políticamente incorrecto que en el film primigenio, donde ya lo era en grandes cantidades, adentrándose sin miedo y con bastante éxito en gags, diálogos o situaciones en las que se hace mofa con temas como la pedofilia, el racismo, la concepción puramente occidental de la familia (pervertida aquí hasta lo delirante), el suicido o la sexualidad sirviendo todo este material como caldo de cultivo para ejecutar una sesión continua de gags en la que cada treinta segundos se sucede un nuevo chiste que todavía sin asimilar se solapa con el siguiente, demostrándose así de manera cristalina que Rhett Reese, Paul Wernick y Ryan Reynolds siguen en plena forma, sólo pecando a la hora de alargar algunas bromas, y llegando en ocasiones incluso a jugársela de cara al fandom dando un trato bastante irrespetuoso a algunos de los personajes nuevos, aquí profanados de mala manera en pos de la comedia.




Por suerte detrás del humor negro, la acción desaforada, el drama perfilado con acierto y el uso efectivo del metalenguaje hay una serie de personajes con los que conseguimos empatizar a pesar de formar parte de un microcosmos ficcional tendente a lo granguiñolesco y descontrolado. A estas alturas no hacía falta asistir al estreno de Deadpool 2 para confirmar que el personaje ha devorado al actor, sólo con echar un vistazo a los vídeos virales que han servido para dar promoción al largometraje podemos confirmar que Ryan Reynolds ha encontrado a su alter ego audiovisual perfecto, mimetizándose de tal manera con él que a estas alturas no sabemos donde acaba el personaje de cómic, trasladado al cine, y empieza el actor o viceversa. Morena Baccarin como Vanessa, T. J. Miller en la piel de Weasel, Karan Soni retomando al taxista Dopinder, una pletórica Leslie Uggams dando vida a Blind Al y a los que deberíamos sumar los x-men Brianna Hildebrand y la dupla formada por Stefan Kapicic/Andre Tricoteux interpretando respectivamente a Negasonic Teenage Warhead y Coloso completan el cohesionado reparto de caras conocidas en el film, grupo de actores que a estas alturas conocen a la perfección sus criaturas y las interpretan con la solidez y el carisma exigidos. Pero en Deadpool 2 son las nuevas incorporaciones las receptoras de mayor metraje y pasajes memorables, siendo conveniente reparar en algunas de ellas, porque se antojaría imposible hablar de todas cuando pueden contarse en casi una docena.




Ya lo aventuraba el mismo protagonista en aquella escena post créditos de la primera película que homenajeaba a Todo en Un Día (Ferris Bueller’s Day Off) y aunque al final no hemos tenido la suerte de lo interpretara Keyra Knightley Cable es uno de los personajes más importantes de esta secuela. Josh Brolin, reciente responsable del mejor villano de la historia de Marvel Studios en Vengadores: Infinity War, se ocupa de dar vida a a Nathaniel Summers, el mutante venido del futuro con brazo cibernético y armado hasta los dientes, como Rob manda, que el actor de No Es País Para Viejos asimila por medio de una personalidad adusta, brutal, seca e intimidante desde un punto de vista físico. Lo más interesante es que por mucha crudeza y violencia primaria que quiera transmitir su rol los guionistas lo rodean de comicidad, no sólo cuando tiene que interactuar con el protagonista, sino desde su misma génesis como criatura de ficción cuando toda su trama es extrapolada a la pantalla como un remake bufo de la primera entrega de Terminator de James Cameron, algo con lo que de nuevo se hace más de una chanza a lo largo del metraje. Paradójicamente la Dómino de Zazie Beetz se aleja de manera notable de su versión en las viñetas, pero la actriz de Atlanta insufla a su “afortunada” asesina a sueldo de carisma, encanto, determinación, y una comicidad menos abrasiva que la de su compañero canadiense, convirtiéndose así en el mejor secundario del film. Por último es de recibo hacer mención especial al Russell Collins de un impagable Julian Dennison transformado en un tronchante niño rechoncho y letal cuya verborrea, ansia de venganza y bolígrafo utilizado de peculiar manera le han convertido en un icono de la franquicia.




Lo cierto es que al saltar la noticia en enero de unos screening tests que supuestamente habían sido un fracaso y debido a los cuales se realizaron varios reshoots para “pulir” y “mejorar” la obra nos hicieron pensar en lo peor, aunque los mimos Josh Brolin y Zazie Beetz confirmaron que esto se llevó a cabo para dar más protagonismo a sus personajes por el buen recibimiento que tuvieron. Por suerte nuestros miedos han desaparecido totalmente después de asistir a la proyección de esta Deadpool 2 que supera en varios aspectos a su hermana mayor. El film de David Leitch es una oda a la anarquía, a la carcajada indiscriminada, a la acción expeditiva, al humor punzante colindante con la incomodidad y en el proceso como nueva entrega es más fiel a la esencia del personaje de los cómics con referencias a lo largo del metraje a las etapas de autores como Joe Kelly, Daniel Way o Fabián Nicieza, entre otros, culminando todo el proceso en la escena post créditos más divertida del recorrido del subgénero cinematográfico superheróico mientras nos deja con sentimientos contradictorios. Por un lado la satisfacción de haber asistido a la consagración de Deadpool como el personaje más divertido del trayecto editorial y cinematográfico de la Casa de las Ideas y por otro el miedo por si esta es la última vez que vemos una película que aborde desde un punto de vista tan incorrecto, arriesgado, enfermizo y demencialmente disfrutable al mercenario bocazas si Disney finalmente mete mano en la franquicia mutante en general y las próximas secuelas en solitario, o en grupo junto a X-Force, de nuestro querido Masacre en particular.



martes, 22 de mayo de 2018

El Gato Negro (1981), el secreto de sus ojos



Título Original Black Cat/Gatto Nero (1981)
Director Lucio Fulci
Guión Biagio Proietti, Lucio Fulci basado en el relato de Edgar Allan Poe
Reparto Patrick Magee, Mimsy Farmer, David Warbeck, Dagmar Lassander, Al Cliver, Bruno Corazzari, Geoffrey Copleston, Daniela Doria, Lucio Fulci






Adaptación muy libre del célebre relato homónimo de Edgar Allan Poe, publicado el 19 de agosto de 1843 en las páginas del periódico Saturday Evening Post de Filadelfia, a manos del cineasta italiano Lucio Fulci. El Gato Negro es una producción de 1981 rodada en tierras británicas y con un reparto internacional formado por rostros como los de Patrick Magee (La Naranja Mecánica), Mimsy Farmer (Cuatro Moscas Sobre Terciopelo Azul) o David Warbeck (El Más Allá). El resultado no es un dechado de virtudes o genialidad compositiva, pero se adscribe sin demasiados problemas o estridencias dentro de las mejores cintas de su autor, desplegando este prácticamente todas sus señas de identidad como narrador, aunque de un modo más mesurado, que pasaremos a mencionar a continuación mientras desgranamos esta modesta, pero interesante, muestra de cine de terror europeo.





Jill Travers (Mimsy Farmer) es una fotógrafa estadounidense que llega a un pueblo de la campiña inglesa para realizar un reportaje sobre unas ruinas localizadas en dicho emplazamiento. Su aparición coincidirá con una serie de accidentes mortales que comenzarán a sucederse llamando la atención de las autoridades locales, viéndose estas en la tesitura de reclamar los servicios del inspector Gorley (David Warbeck) de la Interpol. Todos estos hechos parecen estar relacionados con Robert Miles (Patrick Magee) un estudioso del mundo paranormal con poderes psíquicos y su mascota, un gato negro de aspecto siniestro. Jill entablará una peculiar relación de atracción y repulsa con Miles y gracias a ello descubrirá que el felino acompañante del uraño parapsicólogo es un personaje de vital importancia en las misteriosas muertes que están sucediéndose en la localidad desde que ella llegó a la misma.






En El Gato Negro Lucio Fulci ejecuta una amalgama de estilos. Por un lado hereda la esencia gótica del relato original a manos del autor de El Corazón Delator o El Cuervo habitando esta en el corazón mismo del largometraje, extendiéndose víricamente por toda su impronta y exponiendo una deuda clara con el literato originario de Boston, aunque ambas obras sean muy diferentes desde el punto de vista argumental. Por otro podemos encontrar aquí la convivencia armónica entre sordidez y cierta pátina poética propia del cineasta romano, aunque abordada desde una óptica más contenida y no tan descontrolada y excesiva como en otros productos adscritos a su filmografía como Nueva York Bajo el Terror de los Zombies (Zombie 2) o Miedo en la Ciudad de los Muertos Vivientes, pero dejando espacio para pasajes truculentos que bordean en no pocas ocasiones el gore y una violencia explícita de notable crudeza en la que el realizador se mueve a placer.






Hay una deuda notable en cuanto a la estructuración narrativa del largometraje y su tono con el giallo y el poliziottesco italiano, esta mixtura de géneros, que por otra lado discurrieron hermanados durante muchos años, alumbra una pieza que alterna la investigación detectivesca centrada en los personajes del inspector Gorley y la periodista Jill Travers con el trasfondo sobrenatural adherido al terror que tiene a Robert Miles como epicentro del relato. De esta manera Fulci juega a placer con una dualidad que no es ajena a su discurso y al de otros autores coetáneos como Umberto Lenzi, Dario Argento o Sergio Martino para hibridar una pieza que sin llegar a cotas de ingenio muy destacables posee las suficientes virtudes para ofrecer una sesión cinematográfica con agradecidas reminiscencias de Serie B consiguiendo despertar el interés del espectador gracias a la adecuada ejecución de todos sus apartados y a la sabiduría de su principal responsable detrás de la cámara.






Fulci insufla su saber hacer a un producto hecho a su medida compartiendo escritura con Biagio Proietti (El Asesino Ha Reservado Siete Butacas) para dar forma a una intriga que aunque toma como punto de partida e inspiración el relato de Allan Poe vuela libre, mucho, y se posiciona del lado de las inquietudes cinematográficas del autor de Siete Notas en Negro o Aquella Casa al Lado del Cementerio. En cuanto a la puesta en escena, como venía siendo habitual en la carrera del romano, esta se sustenta en una atmósfera mórbida y enfermiza deudora de un barroquismo tendente al exceso, pero siempre subyugante, orgánico, animalizado y, como previamente hemos apuntado, no tan dado a la exageración truculenta de algunos de sus otros trabajos en los que se entregaba al totum revolutum de hemoglobina y vísceras cuya naturaleza subversiva, en ocasiones innecesaria, aquí hubiera estado fuera de lugar.






Con este tipo de producciones italianas de género se hace difícil hablar de la labor de sus actores si tenemos en cuenta que eran doblados y redoblados para que el film se estrenara en inglés, debido al origen anglosajón de sus protagonistas de más peso, y que los secundarios, normalmente italianos, eran transformados por arte de gracia en británicos con una exquisita pronunciación londinense. A pesar de ello podemos afirmar que en líneas generales el reparto hace una encomiable labor en la que tanto Mimsy Farmer como David Warbeck se adecúan al perfil de sus personajes de reparto y sirven de complemento dramático para el que es el mejor intérprete y rol más destacado de El Gato Negro, ese Robert Miles al que da vida un Patrick Magee de mirada pérfida, enfermiza, sádica, pero también trágica, melancólica y autodestructiva, siendo Fulci consciente de ella y recreándose en la misma con primerísimos planos heredados del Sergio Leone de la Trilogía del Dólar.






Aunque queda lejos de algunas de las mejores adaptaciones de relatos Edgar Allan Poe extrapolados al celuloide o la televisión por autores tan variopintos y reconocidos como Roger Corman, D.W. Griffith, Jacques Tourneur o nuestro Narciso Ibáñez Serrador y tampoco podemos hablar con ella de una genialidad desde el punto de vista cinematográfico El Gato Negro muestra a un Lucio Fulci inspirado, efectivo y con sus cualidades como narrador en un notable equilibrio. Dentro de la filmografía del romano podemos considerarla una de sus obras más logradas o competentes y aunque han sido sus distintas incursiones en el género zombie, el giallo, la ciencia ficción o el western las que más fama le dieron son productos como el que nos ocupa los más recuperables dentro de su carrera como cineasta, aunque se antoje una pieza no tan personal como las pertenecientes a los subgéneros previamente mencionados.




viernes, 4 de mayo de 2018

Un Lugar Tranquilo



Título Original A Quiet Place (2018)
Director John Krasinski
Guión Scott Beck, Bryan Woods, John Krasinski
Reparto Emily Blunt, John Krasinski, Millicent Simmonds, Noah Jupe, Cade Woodward, Leon Russom, Doris McCarthy





Después de probar suerte con dos comedias como Entrevistas Breves con Hombre Repulsivos (2009) y Los Hollar (2016) el actor John Krasinski hace pleno con su tercera incursión en la dirección de largometrajes. Sin, en principio, dar mucho que hablar, de manera bastante inesperada y con un presupuesto insultantemente modesto Un Lugar Tranquilo se ha convertido en uno de los sleepers más potentes del 2018 y una muestra más de la buena salud de la que a día de hoy puede presumir el género de terror a nivel internacional. Del guión se ocupa el mismo Krasinski, aunque compartiendo su trabajo con  Scott Beck y Bryan Woods, autores de la historia original, y en el reparto encabezado por él mismo y la británica Emily Blunt, su pareja en la vida real, también encontramos los rostros infantiles de Millicent Simmonds, Noah Jupe y Cade Woodward que completan el escueto cast del que dispone el proyecto.




La historia que narra Un Lugar Tranquilo es de una sencillez desarmante y posiblemente ahí radique uno de sus mayores logros. Una familia, formada por un matrimonio y tres hijos, vive aislada en un refugio en el bosque que sólo abandonan cuando deben conseguir provisiones en una ciudad cercana que se encuentra en estado de total abandono. Este grupo de personas tiene la obligación de no hacer el más mínimo ruido porque las inmediaciones de la zona se encuentran asediadas por unas criaturas, de origen desconocido, que sólo atacan a sus presas cuando perciben cualquier tipo de sonido. Estos son los exiguos materiales con los que John Krasinski debe valerse para construir su producto y contra todo pronóstico los utiliza magistralmente, con más mérito si cabe teniendo en cuenta que es un cineasta de poco bagaje y totalmente ajeno al género de terror en el que se encuadra su último film como director.




Desde el prólogo John Krasinski pone rápidamente sus cartas sobre la mesa y desvela qué tipo de producto cinematográfico va a ser A Quiet Place. El uso como potenciador sensorial e inmersivo del silencio y la idea narrativa de convertir el ruido en un enemigo letal que conlleva inevitablemente a la muerte es el sencillo, pero efectivo, recurso sobre el que el guionista, productor, director y protagonista sustenta su propuesta. En ese arranque vemos la primera muestra de lo qué sucede cuando alguno de los personajes no sigue esas reglas preestablecidas por el argumento y con ello sus autores marcan a fuego el devenir del resto de acontecimientos a los que asistiremos a lo largo del film y que irán adentrándose en un in crescendo de tensión cada vez más visceral mientras se van dejando pequeñas semillas que florecerán en la recta final del largometraje, amparándose en otra de sus mayores virtudes como es su meticulosidad formal.




Ese afán minucioso, esa intencionalidad por estar pendiente de hasta el más mínimo detalle se deja notar en la soberbia puesta en escena del director con la que aprovecha hasta límites insospechados los escasos medios que tiene al su alcance para que su proyecto explote al máximo el conjunto de sus posibilidades narrativas y visuales. Todos los apartados que dan forma a la obra parecen haber sido diseñados durante años para que a la hora de ser expuestos en pantalla ofrezcan lo mejor de sí mismos por medio de profesionalidad y elocuencia conceptual. Las secuencias que tensan el suspense hasta lo insano dejan vislumbrar una más que probable planificación detallista de su génesis y ejecución, con un control férreo del timing por parte de un John Krasinski que se hace fuerte por medio de la profundidad de campo, el uso de tomas panorámicas que acentúan la soledad y el aislamiento o la colocación y los movimientos de cámara que dan forma cohesionada a su labor como maestro de orquesta.




Pero uno de los mayores aliados, puede que el más destacado, de A Quiet Place es sin lugar a dudas el sonido, y el uso que se hace del mismo en el largometraje es simplemente bestial. Con la excusa de que el más mínimo ruido pueda alertar a las criaturas del paradero de los personajes y eliminarlos en el acto John Krasinski juega a placer con la sensación de angustia que transmite la sencilla posibilidad de que un objeto caiga al suelo, un grito ahogado de dolor se escuche en las inmediaciones del refugio o un juguete de cuerda pueda sonar de manera estruendosa en el paraje desierto en el que cohabitan los miembros de la familia Abbott. El cineasta explota este recurso con sabiduría extendiéndolo al inhumano regurgitar que producen las monstruosidades que asedian a los protagonistas y a la utilización de la sordera del personaje de Regan cuando la película apela a su punto de vista como hilo narrador de alguno de los pasajes más importantes.




Si el sonido es una de las mayores fuerzas de Un Lugar Tranquilo el otro pilar sobre el que construye su entramado para que este funcione al 100% es un reparto de actores brillante reducido casi al mínimo exponente. Que John Krasinski produzca, escriba, dirija y a su vez realice el mejor papel de  su carrera interpretativa merece todos los elogios posibles, pero Emily Blunt no se queda atrás con una caracterización que exige una fisicidad notablemente compleja abordada por medio de una contención encomiable a la que la británica se aferra incluso en las situaciones más extremas vividas por su rol. Notable también la labor de Millicent Simmonds (más meritoria aún si tenemos en cuenta que es la única actriz cuyo personaje se adentra en terrenos de cierto estereotipo, saliendo airosa del envite) y la de Noah Jupe con una sempiterna cara de terror que nos incita a empatizar sin reservas con su desdichada situación compartida por el resto de su familia.




Un Lugar Tranquilo es una de las revelaciones de la temporada, un trabajo excelso en no pocos aspectos que consigue algo al alcance de pocas muestras de cine de terror actual, que nos impliquemos con sus personajes, no sólo por el simple hecho de que puedan perder la vida a manos de monstruos salvajes, sino porque se nos antojan cercanos e identificables. Aprovechando sus considerables hallazgos y minimizando sus carencias (los CGI de las criaturas no son muy destacables, de modo que en gran parte del metraje se tantea el recurso del fuera de campo a la hora de mostrarlas en pantalla) John Krasinski y sus colaboradores han dado en el centro de la diana, lo suficiente como para que Paramount Pictures y Platinum Dunes, productora de Michael Bay, ya hayan confirmado una secuela que puede abrir nuevos caminos dentro del microcosmos recién creado por sus autores o echar abajo los aciertos de una pieza tan modesta y destacable como la que nos ocupa.