domingo, 9 de enero de 2011

Jarhead, the day that never comes



Título Original
: Jarhead (2005)
Director: Sam Mendes
Guión: William Broyles Jr basado en la novela de Anthony Swoford
Actores: Jake Gyllenhaal, Jamie Foxx, Peter Sarsgaard, Chris Cooper, Lucas Black, Brian Geraghty, Jacob Vargas, Laz Alonso, Evan Jones, Dennis Haysbert





Para su tercera incursión en el mundo del largometraje cinematográfico, tras númerosos reconocimientos en teatro y dos importantes éxitos en celuloide con la magnífica American Beauty y la soberbia Camino a la Perdición, el dramaturgo de origen británico Sam Mendes decidió llevar a imágenes las memorias del marine retirado de los Estados Unidos Anthony Swoford con la ayuda del guionista William Broyles Jr, autor de los libretos de films como Náufrago (Cast Away) Banderas de Nuestros Padres o Apollo XIII. El resultado es Jarhead, estrenada en 2005, bien recibida por la crítica y de manera más moderada por la taquilla.




Jarhead se adscribe de alguna manera a ese tipo de sátira antibélica que cultivaran autores como Mike Nichols (Trampa 22), Robert Altman (M.A.S.H.), y que posiblemente tocara el cielo en 1964 con ¿Teléfono Rojo?, Volamos a Moscú (Dr Strangelove) la obra maestra de Stanley Kubrick. Un señor que nadie hubiera pensado en los 60 que sería capaz de realizar una comedia tan demencialmente corrosiva, acertada y coherente dentro de su incoherencia, viendo su obra previa como cineasta. En la actualidad este tipo de cine sigue llegando a las salas, como se puede ver en Tres Reyes de David O'Russell, Buffalo Soldiers de Gregor Jordan (la más lacerante y bestia de todas ellas, metiéndose ya de cabeza en el antimilatismo) o la muy reciente y memorable Los Hombres que Miraban Fíjamente a las Cabras de Grant Heslov.




Jarhead está inspirada en las vivencias como soldado de Anthony Swoford en la primera guerra del golfo a principios de los 90. El film nos narra como tras una dura preparación física como marines, Swoford y sus compañeros llegaron a Iraq para no hacer practicamente nada y sólo perder el tiempo en el campamento esperando el momento en el que pudieran entrar en batalla y que nunca tuvo lugar. La tercera cinta de Sam Mendes incide más que nunca y de manera casi literal en el absurdo de la guerra, cuando un enorme batallón del ejército más grande del mundo viaja a miles de kilómetros de su país para no cumplir ninguna misión ni eliminar un sólo objetivo.




Es hasta cómico ver a soldados aguerridos sedientos de acción y sangre intentando pasar el tiempo como buenamente pueden hidratándose, jugando a fútbol, viendo películas y masturbándose para evadirse y no pensar que están siendo utilizados como peones por un estado que los lleva al culo del mundo, pidiéndoles sacrificio para luego dejarlos tirados como objetos inservibles. Por supuesto, aunque ellos no sean conscientes, eso les beneficia como seres humanos. Si no ponen en peligro sus vidas no corren el riesgo de perderlas. Lo gracioso es que un país le pide entrega y compromiso a sus hijos para que luego no hagan nada, dejando en sus casas novias, familia, trabajos y vidas enteras que en algunos casos no recuperarán jamás.




El director de Revolutionary Road capta con veracidad ese ambiente castrense de soldados rudos deseosos de entrar en combate. Cuanto más grandes son las bravuconadas de los militares más ridículas resultan sus decepciones a la hora de que los altos mandos les impidan meterse de lleno en la batalla. A pesar de que Mendes no es crítico de manera directa con el ejército americano subyace bajo la superficie de cada fotograma una mirada descreída y con cierta altivez hacia todo ese pensamiento uniformado que con tanta delectación analiza con una falsa objetividad durante todo el metraje. El británico no hace sangre con sus criaturas, pero las mira con el suficiente distanciamiento como para no compartir ni su filosofía, ni muchos de sus actos, aunque puede que por ello sí las compadezca.




El personaje de Anthony Swoford (grande como siempre Jake Gyllenhaal) es el vínculo entre el director y el espectador. Él pone en entredicho no sólo sus propios actos o su situación en Iraq, sino también la finalidad del acto de presencia de Estados Unidos como fuerza militar en el país asiático. Por eso es comprensible que tras pasar el calvario de vivir durante meses en un desierto perdido de la mano de dios con otros compañeros cuya moral ha quedado mermada, la reacción natural sea como la del personaje de Alan Troy, interpretado por ese magnífico y aún poco reconocido actor llamado Peter Sasgaard, cuando su alto mando (Dennis Haysbert) le deniega la autorización de ejecutar la única persona que él y su compañero iban a eliminar en toda la contienda. Acto que hubiera sido más simbólico que físico, de ahí la indignación imperante en la secuencia por parte de los soldados.




Como en todas las obras en celuloide previas de Mendes el acabado técnico de Jarhead es impecable, pero puede que por ello, y como en otras ocasiones, exista debido a esto cierto distanciamiento por parte del director con sus personajes impidiendo una identificación emocional con el espectador medio. El británico lleva la teatralidad impuesta en su discurso y por ello puede ejecutar tomas de una magnífica belleza plástica que se quedan grabadas en la retina (varias de Road to Perdition, como la del tiroteo bajo la lluvia o la de la bañera) pero su impronta no deja de transmitir cierta gelidez formal que frena sus magníficas dotes como narrador de historias.




Recuerdo que la primera vez que vi Jarhead hace años me dejó indiferente. Tras dos películas magníficas (y una de ellas tocándome la fibra de manera bastante especial) me decepcionaba el trabajo de Mendes por el hecho de que un servidor no percibía que el director se inclinara ideologicamente hacia ningún lado en concreto con su largometraje. Hoy con una reciente revisión y habiendo captado todos los detalles de una exquisita sutilidad me doy cuenta que el director de la obra teatral The Blue Room tenía las cosas muy claras cuando se puso detrás de las cámaras. Jarhead afirma de manera inteligente que la guerra es fútil y estúpida se aborde desde el ángulo que se aborde, independientemente de los motivos que la ponga en marcha. La bueñueliana escena del petroleo bañando tanto la cara de Swoford como el caballo en medio del desierto es esclarecedora en ese sentido.


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