miércoles, 30 de julio de 2014

The Zero Theorem, el sentido de la vida



Título Original The Zero Theorem (2013)
Director Terry Gilliam
Guión Pat Rushin
Actores Christoph Waltz, Matt Damon, Tilda Swinton, Mélanie Thierry, David Thewlis, Ben Whishaw, Peter Stormare, Sanjeev Bhaskar




Una de las características del cineasta, americano de nacimiento y británico de corazón, que responde al nombre de Terry Gilliam es que en muchas ocasiones su poderío visual, su ambiciosa puesta en escena, su visión hiperbólica de la utilización del encuadre o la angulación de la cámara servía para disimular que los guiones de sus proyectos cinematográficos no siempre eran todo lo sólidos que debieran, aunque en otras ocasiones la convergencia entre fondo y forma fuera tan armónica como para parir obras maestras como Brazil (1985) El Rey Pescador (1991) o 12 Monos (1995). Pero algo sucedió durante el accidentado rodaje de El Secreto de los Hermanos Grimm como para que a estas alturas podamos hablar de un Terry Gillim post y pre década de los 2000.




Durante el rodaje del film protagonizado por Matt Damon y el tristemente fallecido Heath Ledger, Gilliam tuvo problemas con los productores y estos decidieron parar la filmación a la mitad. Durante el tiempo en el que el proyecto se encontraba en standby el realizador de La Bestia del Reino llevó a cabo un trabajo más personal e íntimista. La adaptación de una novela de Mitch Chullin titulada Tideland, que se convirtió en el último gran largometraje de su autor aunque, como comentamos, se trataba de una obra mucho mas humilde y por ello más hija del cineasta. Aquellos dos largometrajes, aunque antagónicos en estética y desarrollo, hablaban de utilizar (para bien o para mal) mundos de fantasía para eludir una terrible o poco beneficiosa realidad, constante esta en la que se aposenta prácticamente todo el discurso de Terry Gilliam como director.




Pero ambos largometrajes hicieron vislumbrar algo que en la meritoria pero descontrolada El Imaginario del Doctor Parnassus se confirmó casi al 100%. Los guiones de los proyectos del componente más discreto de los Monty Python cada vez eran más endebles y caóticos y si los films a los que supuestamente debían dar forma eran meritorios o se salvaban de la quema era por su ya mencionada personalidad como narrador visual. Algo de esto, pero con un resultado más decepcionante, sucede con su última obra cinematográfica, The zero Theorem, un trabajo bienintencionado con algunas ideas muy inteligentes que no son debidamente desarrolladas y que en esencia es totalmente hijo de su padre, pero en esta ocasión ni la vigorosa y vivaz puesta en escena del director pueda salvar la velada, porque esta se encuentra considerablemente sepultada por la inevitable naturaleza de modesta historia mínima del largometraje.




The Zero Theorem es en palabras del mismo Terry Gilliam el cierre de su "tríptico orwelliano" formado por Brazil, 12 Monos y la cinta que nos ocupa. La historia narra la vida diaria de Qohen Leth (Cristoph Waltz) el empleado de una gran empresa informática llamada Mancom y dirigida en la sombra por la "dirección" (Matt Damon). La principal obsesión de Qohen es poder ejercer su trabajo desde su propia casa (una iglesia abandonada) para poder esperar allí una desconocida y misteriosa llamada que cambiará su vida y lo liberara del yugo de su existencia devorada por el trabajo y la soledad. Todo cambiará cuando su supervisor le asigne descifrar el famoso Teorema Cero. Este interesante punto de partida, 100% Gilliam, es el que vertebra el largometraje que nos ocupa. El problema es que ni el director, ni el guionista Pat Rushin, consiguen que tan feliz idea rasque más allá de la superficie y para colmo lastre el desarrollo de acontecimientos del relato que avanzan pesadamente y de manera insatisfactoria.




La última película de Terry Gilliam es una especie de revisión de Brazil, pero cambiando la estética kafkina de aquella (aunque la historia como concepto era deudora principalmente de George Orwell, los ecos al autor de El Proceso eran más que notorios, sobre todo en esas oficinas abarrotadas en las que se movía Sam Lowry y que daban una visión caótica y aterradora de la burocracia) por una que parece parodiar los relatos literarios de corte cyberpunk nacidos de la pluma del novelista norteamericano William Gibson (Neuromante, New Rose Hotel) que hablaban de asépticas corporaciones y un ciberespacio conspiranóico e inhumano. Como obra cinematográfica plantea ideas inteligentes sobre el aislamiento al que nos aboca la brutal automatización del siglo XXI que nos convierte en seres asociales incapaces de experimentar verdaderas sensaciones como humanos, pero todo ello deficientemente y transmitiendo redundancia y desinterés a la platea.




Dentro de esta distopía tenemos a un protagonista con miedo a la muerte cuya única ilusión por vivir es una inexsistente llamada telefónica, una iglesia en la que una cámara que ocupa la cabeza de un Cristo crucificado sirve de alegoría de la omnipresencia de un Gran Hermano de ribetes teológicos que todo lo ve, unos anuncios publicitarios invasivos con el rostro y la voz de Brienne de Tarth, unos individuos que cuando van a una fiesta escuchan su propia música con los auriculares conectados a sus tablets/iphones sin conversar con el resto de personas, una "dirección" que es más unas abstracción sobre el capitalismo desproporcionado que desangra a sus empleados que una entidad corporea. Incluso tenemos a una adolescencia representada por un genio de la informática (el parecido físico de Lucas Hedges con Jesse Eisenberg, que dio vida a Mark Zuckerberg en La Red Social de David Fincher, parece una irónica casualidad) con conocimientos desperdiciados que lo convierten en un superdotado con una carencia de compromiso o moral que está al orden del día en nuestra realidad.




Por desgracia toda esta acertada simbología sobre el vacío existencial del hombre del siglo XXI y la superficialidad derivada de productos electrónicos de última generación, que nos confirma que vivimos en una sociedad hipertecnificada que aunque nos proporciona una conectividad total paradójicamente nos aisla del mundo se queda en la carcasa, no ahonda más en un tema tan interesante como actual y sólo se entrega a una retórica que únicamente nos permite asistir a cómo Qohen vaya perdiendo poco a poco la cordura dentro de las cuatro paredes de la capilla que le sirve de hogar. Únicamente la visita de personajes como la sensual y pizpireta Bansley de Mélanie Thierry, el divertido supervisor Joby de David Thewlis o el descreído informático adolescente Bob de un muy acertado Lucas Hedges ofrecen algo de variedad a las aventuras y desventuras del personaje principal.




Por otro lado en esta ocasión, como hemos mencionado previamente, ni el torrente de barroquismo visual de Gilliam como realizador puede inyectar fuerza al producto, porque al narrar el director de Los Héroes del Tiempo una historia minima en una sola localización esta no le proporciona al cineasta un verdadero campo de juego para deleitarnos con su inacabable imaginación, ese delirio marca de la casa que podemos encontrar en obras previas salidas de su mano como Miedo y Asco en Las Vegas. No sabemos si esto es debido al modesto presupuesto del largometraje, pero por desgracia sólo en los momentos en los que el protagonista decide mezclarse con sus conciudadanos, tanto en las recargadas calles como en su no menos atestado trabajo, podemos percibir el sello inconfundible de Terry Gilliam en el que imperan las localizaciones de proporciones mastodónticas y su mirada hiperbólica de la realidad con personajes histriónicos y brutalmente cuerdos dentro de su supuesta (o improbable ) demencia.




Finalmente a lo largo del trayecto en esta especie de versión tragicómica de Pi Fe en el Caos de Darren Aronofsky podemos encontrar sólo algunos destellos de genialidad propios de su autor, como esa revisión médica dirigida por Peter Stormare, Ben Whishaw y Sanjeev Bhaskar, la psiquiatra a la que da vida una impagable Tilda Swinton que parece una mezcla entre Margaret Tatcher y Camila Parker Bowles, esos pasajes en la playa que parecen parodiar a films como De Aquí a la Eternidad de Fred Zinnemann o El Lago Azul de Randal Kleiser el clímax final con el momento en el que Qohen agarra el sol (literalmente) con sus manos o a labor de un enorme Christoph Waltz (también co productor del film) que se echa a las espaldas un juguete roto en el que él es la única pieza que funciona  a pleno rendimiento para alegría y beneficio de un Terry Gilliam, en ocasiones, casi irreconocible detrás de la cámara.





Esta The Zero Theorem que nos ocupa es, por desgracia, algo peor que un Terry Gilliam menor, es un Terry Gilliam fallido y muy a medio gas, autocontenido (en el peor sentido de la palabra) lánguido y desangelado en todos los sentidos. Sí, con la esencia del discurso autoral del hombre que la ha gestado anidando dentro, pero careciendo casi por completo de su ironía, su ingenio, su fiereza, su locura y en ese sentido, ni los espectadores en general, ni los fans del cineasta en particular, podemos darnos por satisfechos. Sobre todo cuando sabemos que este inimitable y desmadrado cuentacuentos en ocasiones pretéritas ha sido capaz de trasladarnos a un mundo tan rico e inabarcable que una cámara cinematográfica no podía captar en toda su vasta y maravillosa extensión. Esperemos que en la próxima ocasión volvamos a ver a aquel director que nos demostró que el más modesto de los Monty Python era el que más talento atesoraba en su interior.



lunes, 28 de julio de 2014

El Amanecer del Planeta de los Simios



Título Original Dawn of the Planet of the Apes (2014)
Director Matt Reeves
Guión Rick Jaffa, Amanda Silver, Mark Bomback
Actores Andy Serkis, Jason Clarke, Gary Oldman, Keri Russell, Toby Kebbell, Kodi Smit-McPhee, Enrique Murciano, Kirk Acevedo, Judy Greer





Casi nadie daba un céntimo por ella. Se gestó sin hacer mucho ruido, se promocionó de manera más bien modesta y se estrenó sin demasiada repercusión, pero fue un éxito. El Origen del Planeta de los Simios, Rise of the Planet of the Apes en su título original, revitalizó a base de profesionalidad, talento y un apartado técnico tan brillante que repercutía en el artístico la saga iniciada en 1968 con aquella obra maestra titulada El Planeta de los Simios con Charlton Heston de protagonista. La película de Rupert Wyatt no lo tenía fácil, ya que el fallido remake que Tim Burton realizó en 2001 de la cinta original de Franklin J. Schaffner, que adaptaba la novela de Pierre Boulle, dejó muy mal sabor de boca, de modo que el mérito fue doble. El film se convirtió en el sleeper del 2011 y su protagonista, el simio César, al que daba voz y cuerpo Andy Serkis, en uno de los roles más carismáticos y memorables de aquella temporada cinematográfica.




La taquilla a nivel global respondió de manera más que notable y la crítica en líneas generales elogió la labor realizada por los autores de la película, de modo que la gestación de la próxima secuela de la misma era inminente, por ello la maquinaría hollywoodiense se puso manos a la obra con dicha empresa. Los problemas surgieron cuando la productora detrás de la creación del largometraje, la 20th Century Fox, puso varios inconvenientes al argumento que el director británico estaba ideando para esa segunda parte que daría continuidad a las aventuras de César y sus simiescos aliados que él mismo había rodado con un más que considerable éxito internacional. Las desavenencias dieron pie a que el cineasta del largometraje El Escapista, protagonizado por Brian Coxse desvinculara totalmente del proyecto dejando su puesto bacante para que otro lo ocupara.




La productora tomó la sabia decisión de poner en su lugar al no muy conocido Matt Reeves, realizador muy vinculado a las filas del polifacético J.J Abrams, autor de la meritoria Cloverfield o el, inesperadamente, soberbio remake de Déjame Entrar, el film de Thomas Alfredson que adaptaba la novela homónima de John Ajvide Lindqvist. Nunca sabremos cómo hubiera sido la visión de Rupert Wyatt para esta secuela, pero lo que sí podemos afirmar a ciencia cierta es que lo que el co creador de la serie Felicity ha conseguido con El Amanecer del Planeta de los Simios supera ampliamente a su predecesora y ofrece uno de los productos cinematográficos más estimulantes y completos de lo que llevamos de 2014. Un ejemplo cristalino de cómo moldear un blockbuster de calidad que, contando una historia de tintes clásicos, consigue ir más allá del puro entretenimiento.




La trama tiene lugar diez años después de lo sucedido en El Origen del Planeta de los Simios. El virus ALZ-113 ha erradicado a casi toda la especie humana y el simio César (Andy Serkis) se ha hecho fuerte como líder de una comunidad de sus congéneres que se ha desarrollado como sociedad y asentado en el bosque Muir. Pero todo cambia cuando dos simios que salen de cacería descubren a un pequeño reducto de seres humanos comandados por Malcolm (Jason Clarke) que al igual que César lucha por que la convivencia entre las dos especies sea pacífica. El problema toma forma cuando Koba (Toby Kebbell) del lado de los primates o Dreyfus (Gary Oldman) y Carver (Kirk Acevedo) del de los homo sapiens deciden que no piensan como sus líderes y que sólo por medio de la guerra y la supremacía sobre el enemigo se puede conseguir la victoria que les permita vivir libres.




Dawn of the Planet of the Apes abandona el tono de cinta sobre laboratorios y científicos que juegan a ser dioses y de mensaje ecologista de la anterior entrega para adentrarse del todo a la distopía futurista de tono misántropo deudora de literatos como George Orwell, William Golding o Stephen King y mucho más cercana en tono y trasfondo al largometraje primigenio de 1968. La cinta de Matt Reeves toma el concepto de ser algo más que cine puramente lúdico para ir más allá y con ello ofrecer no sólo un producto de un acabado técnico apabullante con el que se plantean unos dilemas morales localizados en un contexto politico y social tan actual como atemporal, también consigue algo de un mérito remarcable, como es narrar una historia intimista dentro del celuloide comercial en el seno de Hollywood.y transformando el subtexto sobre la crueldad intrínsenca en nuestra raza hacia el reino animal en una visión que crea paralelismos entre hombres y simios y sobre cómo la corrupción a la que aboca la acumulación de poder y el odio no entiende de especies.




Como si de una revisión de Historia de Dos Ciudades (obra literaria del escritor británico Charles Dickens que también tomarían como base David S. Goyer y los hermanos Christopher y Jonathan Nolan) para desarrollar la historia central de El Caballero Oscuro: La Leyenda Renace) se tratase El Amanecer del Planeta de los Simios plantea al espectador dilemas morales de corte universal sobre convivencia, civismo, política y (anti)belicismo. Matt Reeves y su equipo de guionistas (entre los que se encuentran Rick Jaffa y Amanda Silver, los dos implicados en la anterior entrega) toman la feliz idea de que los personajes de César y Malcolm sean el esqueleto central de toda la trama y  los paralelismos que los emparentan (ambos desean una convivencia pacífica con el otro bando por el bien de sus familias y el futuro próspero de las mismas) el concepto sobre el que bascula toda la trama que sirve de núcleo argumental del relato.




Porque contra todo pronóstico Dawn of the Planet of the Apes es una película de personajes, unos mejor perfilados que otros, pero todos con cierta entidad que el guión se ocupa de desarrollar debidamente. Inevitablemente los roles más definidos y de una tridimensionalidad más contrastada son los simios. Mientras César sigue transmitiendo un carisma ilimitado mostrándose en pantalla como un líder íntegro y con unas convicciones inquebrantables, así como un honor del todo juicioso, aún sigue mostrando sus dudas tanto morales como de corte existencial. Su hijo, Ojos Azules, también trata de buscar un camino recto entre las dos tierras que dividen las enseñanzas de su progenitor y la rebeldía propia de su edad, además suyas son algunas de las secuencias dramáticas más emotivas (cuando rompe a llorar delante de César en la antigua casa de este último) . Por otro lado Maurice sigue siendo la entrañable voz de la cordura dentro de la historia y también tiene un pasaje memorable cuando comparte la lectura de un libro con el personaje de Kodi Smit-McPhee




Pero si en una largometraje como El Origen del Planeta de los Simios era César el indiscutible rey de la velada, en esta secuela la revelación es ese Koba que en aquella primera entrega tuvo un breve pero simbólico rol (que ya apuntaba manera sin lugar a dudas) y que está interpretado por un soberbio Toby Kebbell que no le va nada a la zaga al brillante Andy Serkis que recrea a César. Koba no es un villano típico, es uno con un pasado y motivaciones para tener un carácter de odio hacia los homo sapiens. Como recordamos del primer film Koba fue uno de los simios que más sufrió en su cuerpo los experimentos que los humanos realizaron con los de su especie (destacable el momento en el que señala todas sus heridas a César en otro de los momentos más notables de la secuela que nos ocupa) y de ahí nace su rechazo hacia ellos y todas sus acciones que prejuzga unas veces con motivos y otras sin él.




Su rol también se mueve entre la motivación de obedecer a César (los momentos en los que le pide "perdón" nos hacen compadecernos del personaje y la pelea entre ambos sirve de catalizador para que decida, definitivamente, seguir su propia senda) al que le debe la vida por haber sido su salvador en el pasado o seguir sus propios dictados reaccionarios. Curiosamente esa actitud belicosa que le permite autojustificar cualquier acto, por violento que sea, por el hecho de haber vivido un terrible episodio traumático (de ninguna manera justificable) en el pasado tiene varios paralelismos con el conflicto de Oriente Medio entre israelíes y palestinos tan candente actualmente por la lamentable situación en Gaza y el silencio internacional de las Naciones Unidas a la hora de intermediar en el mismo, con los Estados Unidos de Barack Obama a la cabeza.




Evidentemente a los personajes de los seres humanos no se les han dedicado tantas horas de escritura como a los simios y eso se deja ver en pantalla, pero no por ello los mismos dejan de ser creíbles o cercanos, aunque sí menos dados al claroscuro emocional o moral. De la misma manera que Malcolm es un hombre bueno por naturaleza (recordemos que anteriormente hemos mencionado que es el equivalente de César en el bando enemigo, con las mismas motivaciones que aquel para evitar un conflicto armado entre las dos facciones) o Carver lo opuesto, todos y cada uno de ellos tienen sus motivaciones para actuar como lo hacen. El culmen de esta acertada visión sería el personaje de Dreyfus interpretado por un magnífico Gary Oldman (aunque con poco metraje para lucirse) que con sólo una escena con una fotografía nos deja claro que no actúa de la manera que lo hace gratuitamente, aunque sus actos sean del todo reprovables, llevando a cabo técnicas propias del radicalismo islamista. Una vez más el subtexto político se deja notar de manera bastante clara en el entramado del largometraje.




Matt Reeves es el nuevo Richard Donner. La cinta que nos ocupa lo confirma definitivamente y no deja lugar a dudas. El hombre que consiguió crear una frenética monster movie por medio del formato found footage en Cloverfield y que su remake de Déjame Entrar pareciera rodado por los Joel e Ethan Coen de la inolvidable Fargo es, al igual que el director de Superman, La Profecia o Lady Halcón, un artesano al que ninguna historia o género se le resiste. Un profesional que no sólo sabe sacar lo mejor de sus actores aunque estén pixelados o rodados por medio de motion capture, también es un experto en el arte de colocar o mover la cámara, aprovechar unos soberbios efectos CGI para que sean un complemento indispensable para un relato que por otro lado nunca consiguen devorar o solapar en manera alguna y capaz de regalar a la platea algunas de las secuencias más potentes de la temporada como el travelling circular (el mismo que menciona mi compañero Ivan Rivas en su magnífica reseña para Zona Negativa) en la torreta de un tanque que muestra la dantesca visión de un campo de batalla de desoladores ribetes apocalípticos.




No sé qué deparará el futuro a esta saga, pero si Aliens, El Imperio Contraataca, Terminator 2: El Juicio Final, El Caballero Oscuro o El Padrino II son secuelas que superan a sus correspondientes predecesoras (aunque con varias de ellas podría debatirse largo y tendido sobre si realmente lo consiguen) El Amanecer del Planeta de los Simios nos e queda atrás en dicha empresa. Matt Reeves ha ejecutado un largometraje ejemplar, que sin inventar nada y narrando un relato de un clasicismo más que contrastado ha conseguido encumbrar una saga que nació como un producto innecesario y que, contra todo pronóstico, se está convirtiendo en una de las franquicias más estimulantes del los últimos años. Porque mezclar entretenimiento, acción, dramatismo bien equilibrado, mensaje (su visión crítica sobre las armas de fuego curiosamente no haría ni puta gracia al fallecido Charlton Heston) y un distopismo cuya base va más allá del celuloide para hundir sus raíces en la literatura de ciencia ficción (el verdadero origen del film original de finales de los 60) es algo que no se ve todas las semanas en nuestras carteleras y que debe ser valorado en su justa medida.



sábado, 26 de julio de 2014

Californication, Hank Moody y el camino del exceso



“Cena, copas…nunca estoy realmente, pero termino diciéndole lo guapa que es siempre. Porque es verdad, todas las mujeres lo sois de un modo u otro. Ya sabes, cada mujer tiene algo, una sonrisa, una curva, un secreto… Las mujeres sois criaturas increíbles, el trabajo de mi vida. Pero luego, a la mañana siguiente llega la resaca y me doy cuenta de que no estoy tan disponible como pensaba la noche anterior. Después se va y me quedo angustiado porque he perdido otro tren.”

Hank Moody




Durante la segunda mitad de la pasada década David Duchovny ya era un actor internacionalmente conocido por tres motivos. El primero era haber protagonizado (casi) todas las temporadas de la mítica serie Expediente X de Chris Carter, aquel programa en el que los agentes del FBI Fox Mulder (el mismo David Duchovny) y Dana Scully (Gillian Anderson) se enfrentaban a conspiraciones gubernamentales, extrarrestres y un peligroso mundo sobrenatural regido por lo oculto y esotérico, desarrollado a lo largo de diez tandas de episodios y dos films en pantalla grande. El segundo era su famosa inexpresividad facial, esa que pudimos ver en Kalifornia de Dominic West, Jugando Con la Muerte de Andy Wilson o Hechizo del Corazón de Bonnie Hunt, aquella que le dificultaba en demasía transmitir emociones y que lo emparentaba con otros actores de pétreos rostros como Ben Affleck, David Boreanaz, Steven Seagal o Kristen Stewart. Por último el tercero era su no menos famosa adicción al sexo, esa que tras muchas idas y venidas le costó su matrimonio con la actriz Tea Leoni (Deep Impact, Dos Policías Rebeldes) que parece ser que terminó cansándose de las aventuras extramatrimoniales de su cónyuge.




Pero en 2007 un poco conocido guionista norteamericano llamado Tom Kapinos, que hasta ese momento sólo había colaborado como productor ejecutivo y escritor de algunos episodios de la serie juvenil Dawson Crece, creada por Kevin Williamson (Scream, Sé lo Que Hicísteis el Último Verano) y protagonizada por James Van der Beek (Las Reglas del Juego, Mentes Criminales), Katie Holmes (Batman Begins, Jóvenes Prodigiosos), Michelle Williams (Brokeback Mountain, Oz: Un Mundo de Fantasía) y Joshua Jackson (The Skulls, Fringe) decidió aunar esas tres características de David Duchovny para crear una serie llamada Californication que sabiamente supo aprovecharse de la fama del protagonista de Expediente X, utilizar como arma propia sus límitadas dotes interpretativas y llevar a su terreno la fama de sátiro del actor para crear una serie que tenía no poco de biografía del actor que durante años dio vida a un agente del FBI que luchó contra aliens, sectas satánicas, criaturas multiformes y asesinos en serie con poderes extrasensoriales.





El 13 de agosto de 2007 la cadena de televisión por cable norteamericana Showtime (Dexter, Homeland, Penny Dreadful, Shameless) estrenó Californication, la serie resultante de la unión del ya mencionado guionista Tom Kapinos y el también nombrado protagonista David Duchovny a los que se sumó el cineasta jamaicano Stephen Hopkins (Bajo Sospecha, Volar Por los Aires, Los Demonios de la Noche) que se ocupó de rodar el episodio piloto (algo que también hizo en la serie 24 protagonizada por Kiefer Sutherland) y formar parte de la producción ejecutiva del programa. Californication narra la vida del escritor Hank Moody que tras ver como su libro, Dios Nos Odia a Todos, un manuscrito cargado de misantropía, bilis y angustia existencial, es adaptado al cine por Hollywood convertido en una comedia romántica titulada Esa Pequeña Cosa Llamada Amor, protagonizada por Tom Cruise y Katie Holmes, decide mudarse a California con su mujer Karen (Natascha McElhone) con la que ya no comparte vida matrimonial y su hija adolescente Rebecca (Madeleine Martin) para huir de su New York Natal y encontrar en el estado que tuvo a Arnold Schwazzenegger como gobernador las musas que le permitan vencer como escritor a la temida página en blanco, siempre con la ayuda de su editor Charlie Runkle (Evan Handler) y Marcy (Pamela Adlon), la esposa de este último. El problema reside en la pasión de Hank por el sexo, el alcohol y las drogas (compartida al 100% por su amigo Charlie) que lo abocarán a una vida de excesos que repercutirá en su familia y allegados y que le impedirá encontrar la inspiración que le ayude a dar forma a su siguiente libro.




El primer episodio de Californication arranca con su protagonista adentrándose en una iglesia en la que una joven y atractiva monja le practica sexo oral mientras él trata de tapar con la mano la imagen de Cristo crucificado que tiene delante, suponemos que por vergüenza. Seguidamente descubrimos que todo era una fantasía que el personaje que estaba experimentando, precisamente, cuando le practicaban una felación. Esto es Californication y su creador, Tom Kapinos, pone rápido las cartas sobre la mesa, lo tomamos o lo dejamos, no hay lugar para medias tintas ni a engaño alguno. Porque Hank Moody es una especie de versión (más atractiva, qué duda cabe) del escritor norteamericano Charles Bukowski que reflejaba sus propias vivencias por medio de su alter ego literario Henry Chinaski (recordemos que Hank es el apodo del nombre Henry, coincidencia nada arbitraria), un genio de la literatura siempre entregado al alcohol y la prostitución, un hijo de la literatura beat que vive al día dilapidando su dinero en drogas, señoritas de compañía y borracheras varias. Pero a diferencia del autor de Pulp, Factotum o La Máquina de Follar Hank tiene como piedra angular de su vida a su mujer Karen y su hija Rebecca, que son el único anclaje con la vida real y el motivo principal por el que no se ha abocado a una espiral de autodestrucción, con la que siempre coquetea, pero en la que nunca llega a sumergirse del todo. La primera aguanta estoicamente todos los escarceos sexuales de su marido aunque ambos ya no sean pareja y la segunda trata de encontrar (sin éxito) en su progenitor una figura paterna en la que reflejarse, una brújula que la guíe durante una adolescencia complicada. Hank trata de ser un buen marido y padre, pero siempre se interpone en su camino una alocada fan de su prosa deseosa de acostarse con él, algún actor/músico/escritor que lo invita a alguna fiesta repleta de desfase y excesos o su mismo amigo/editor Charlie que comparte su debilidad por la carne y pasión por el hedonismo desenfrenado.




A lo largo de siete temporadas Hank Moody volverá e escribir un libro autobiográfico, se implicara como guionista en el mundo del cine, la música y la televisión, ejercerá de profesor de universidad, se las verá con camellos, prostitutas, míticos rockeros en decadencia, raperos de gatillo fácil con ínfulas de Tony Montana de baratillo, alumnas decididas a llevárselo a la cama y supuestas escritoras noveles que hablarán en sus relatos de aventuras de alcoba compartidas con él en tiempos pretéritos. Por culpa de estas ¿malas compañías? será acusado injustamente de abuso de menores teniendo que declarar en juicio e incluso estará al borde de la muerte en varias ocasiones debido a la ingesta de sustancias ilegales o amenazas de muerte que no se ven ejecutadas por muy poco. Por suerte Tom Kapinos y su equipo de guionistas (aunque en las tres últimas temporadas él escribe en solitario todos y cada uno de los episodios) no quieren dar lecciones ni demonizar la vida desenfrenada de Hank Moody, todas sus aventuras y desventuras, hasta las más excesivas, son siempre retratadas desde un punto de vista de comicidad e ironía extrema, algo que nos permite empatizar con la criaturas que pueblan la serie continuamente a la deriva que sólo piensan en sexo, emborracharse, colocarse fumando maría y por todo ello dejando de lado sus vidas profesionales para entregarse a un libertinaje que no parece tener fin en el que la autosatisfacción física y psicológica no tiene más límites que los que puedan ponerse los personajes y que como es lógico nacen de la pluma de unos escritores que tienen un especial don para explotar hasta lo sobrehumano tramas sobre fiestas interminables, relaciones emocionales regidas por la incorrección política u orgías de todo tipo que llenan decenas de episodios de situaciones alocadas (pero nunca caóticas, irreales o descontroladas) en las que Hank, Charlie o Marcy (y más tarde Stu, Atticus, Richard o Levon) experimentan con sus cuerpos y mentes actos que van desde lo descacharrante hasta lo sonrojante incluso a veces bordeando lo escatológico.




Sexo, sí amigos, el coito, el actor del amor, lo que viene siendo echar un buen polvo (o los que encarten) es uno de núcleos centrales de Californication, la segunda de sus dos razones de ser que mueve la mayoría de las tramas. Puede que no haya en la historia de la televisión un programa que haya tratado con tanta naturalidad la liberación sexual, el disfrute al 100% del acto de fornicar, como la serie de Tom Kapinos, es más, productos catódicos que abordaron con mucha cercanía el tema como Queer As Folk oThe L World (ambos pertenecientes también a la cadena por cable Showtime) podrían tildarse hasta de pacatos al lado de la serie protagonizada por David Duchovny. En Californication podemos ver prácticamente todas las parafilias o variantes sexuales conocidas por el ser humano desde tiempos inmemoriales. Desde el sadomasoquismo hasta la coprofilia, pasando por la ninfomanía o la satiriasis, lluvia dorada, el sexo entre personajes del mismo género (hombres y mujeres), el incesto, la gerontofilia, la zoofilia o todo tipo de tríos (el mejor es aquel en el que Hank y Charlie comparten lecho con una chica con graves problemas de exceso de eyaculación vaginal), camas redondas y bacanales interminables en las que no se deja página del kamasutra sin ejecutar. Ese es uno de los grandes aciertos de la serie, la naturalidad con la que aborda el sexo y aprovechando la manga ancha que proporciona la televisión por cable y riéndose y pisoteando con saña (siempre con ironía) el puritanismo propio de una sociedad como la estadounidense que se escandaliza más por un pecho de Janet Jackson en directo en la televisión que por la matanza perpetrada por dos adolescentes armados hasta los dientes en el interior de un instituto.Tom Kapinos y sus secuaces lo tienen claro, desde su punto de vista están hablando de algo tan natural como el respirar, de modo que su inclusión en la vida diría de los personajes hace que el sano acto de mantener relaciones íntimas llegue a estar tan presente en el exoesqueleto argumental del programa que a veces casi llegamos a olerlo o a percibir los estados pre o post coitales en muchos de los roles que pueblan los episodios transmitiendo una sensación de libertinaje, sexualidad, picaresca (en ocasiones hasta repulsa) que despierta una sonrisa en un espectador que espera con ganas cuál va a ser la próxima locura “eroticofestiva” en la que Hank y sus huestes van a embarcarse. Es más, cuando algunos de los personajes menos dados a este tipo de vida (Karen, la misma Becca) caen en las redes del “follar por follar” la complicidad con el televidente es aún mayor y la fruición más remarcable.




Aunque bien es cierto que sería de necios no admitir que detrás del sexo y el desparrame de excesos etílicos y lisérgicos el motor que mueve a Californication en general y Hank Moody en particular es pura y llanamente el amor. Pero no por ello nos encontramos en este caso con ese tipo de programa en el que bajo su superficie supuestamente lacerante y de tono satírico se esconde un mensaje conservador y recalcitrante sobre reivindicar el american way of life sin miramientos ni cortapisas, porque también es acertado que aún siendo verdad que el show de Tom Kapinos bascula siempre entre los sentimientos de su protagonista hacia las dos verdaderas mujeres de su vida (sus ya mencionadas esposa e hija adolescente) y su bohemia existencia entregada al ombliguismo más egocéntrico, el equilibrio sentimental del escritor borracho y pendenciero lo rigen sus personas más allegadas. Porque al igual que la mítica A Dos Metros Bajo Tierra (Six Feet Under) de Alan Ball el producto que nos ocupa es una oda al amor familiar, a los lazos fraternales, sanguineos y afectivos, pero no a toda costa y sin rechistar, nada más lejos de la realidad. Porque ese núcleo familiar está del todo desestructurado, en ocasiones hasta se muestra como una institución descompuesta y llena de carencias éticas y morales, pero cuando se aceptan esos (enormes) fallos es cuando sus miembros pueden asimilar que sus parientes, ya sean padres, madres, hijos o hermanos, son piezas indispensables en este, unas veces colectivo y otras baldío, recorrido llamado vida. Tom Kapinos quiere que nunca se nos vaya de la cabeza que aunque salte de cama en cama y juerga en juerga el corazón de Hank Moody siempre pertencerá a Karen, porque realmente siempre ha estado enamorado de ella y nunca dejará de estarlo por muchas mujeres con las que él pase noches de lujuria y por muchos hombres con los que ella intente mantener una relación seria que nunca fructificará porque la sombra del que sigue siendo su marido sobrevuela todos y cada uno de los días de su existencia. Por otro lado ni el más duro puñetazo del novio de turno de Karen o la paliza más brutal del típico macarra con cuya novia ha intentado flirtear el protagonista le duele más que cuando su hija Becca le espeta sin indirectas que es un mal padre y un inútil emocional que no hace más que cagarla un día sí y otro también para dar al traste con una familia qué él debería mantener unida.




Pero si Californication es Hank Moody, Hank Moody no es nadie sin David Duchovny y aquí el protagonista de Evolution ha dado vida al personaje más memorable de su carrera porque como comentábamos previamente tiene mucho de si mismo. Amante de lo ajeno, mujer permisiva que se las perdona todas, vida profesional sepultada por los excesos de la personal, una adicción al sexo que se ve reflejada en la ficción y con la que el actor debe haberse sentido identificado lo suficiente como para haber sido junto a Tom Kapinos y Stephen Hopkins uno de los impulsores de la serie en labores de producción ya desde el mismo episodio piloto, suponemos que a modo de expiación de demonios internos y también para sacar un buen dinero, no eludamos lo evidente. El rostro hierático del actor que diera vida al travestido agente Denise Brison en la impagable Twin Peaks de David Lynch y Mark Frost parece un relfejo exterior de su interna personalidad ácida. Siempre jocosa, socarrona y tierna cuando la situación lo requiere e incisiva, malintencionada y punzante cuando la ocasión lo exige. David Duchovny inyecta carisma, sensualidad, una comicidad en sesión continua (algo se aventuraba en pequeñas dosis en Expediente X cuando su Fox Mulder tenía breves momentos de humor frente a la austeridad de Dana Scully, pero que no dejaban vislumbrar una verdadera vis cómica) desdén, misantropía, nihilismo, pero nunca pesimismo, ya que exprimir hasta el último minuto de su existencia es una de sus principales metas. Despeinado, con sempiterno cigarrillo en la boca, gafas de sol y Porsche 911 Cabriolet con el faro derecho roto, Hank es la viva imagen de la dejadez, del talento desperdiciado, de la promiscuidad como declaración de principios. Pero por debajo sólo tenemos a un animal herido, un hombre que en contadas ocasiones ha conocido lo que es el verdadero amor, un marido y padre que no sabe cómo vencer una batalla en la que él mismo es su mayor enemigo y el que le separa de una vida plena en el campo emocional compartida con las dos personas más importantes de su existencia.




De la Karen de Natascha McElhone (El Show de Truman, Ronin) no es difícil enamorarse. Una mujer entrañable, cercana, preciosa, con carácter y sensual casi sin querer serlo. Ella es la eterna musa de Hank, su razón de ser, el centro de su vida, unas veces como esposa, otras como amiga (en contadas ocasiones como enemiga) y en las mejores como amante, ya que los momentos de cama que comparte con el protagonista son los más sinceros y creíbles de Californication. La actriz del remake de Solaris que dirigió Steve Soderbergh es el catalizador artístico y narrativo que permite que nos creamos que el personaje de David Duchovny realmente beba los vientos por ella o que pierda el culo por los celos cada vez que intenta rehacer su vida con hombres que en apariencia le convienen más que Hank. Esta relación entre ambos es de las más ricas que ha dado la televisión reciente, no hay un sólo momento a lo largo de las siete temporadas que dura la serie de Tom Kapinos en el que no queramos que estos dos individuos acaben sus días juntos, pero esa relación tiene un punto flaco y el mismo lo abordaremos más adelante cuando hablemos de algunas de las debilidades del programa que nos ocupa en la entrada. En el otro lado de personas por las que Hank Moody daría su vida tenemos a la Becca a la que da voz y cuerpo la tierna y melancólica Madaleine Martin, una chica de estética gótica, gusto por el death metal y la letra de Anton Szandor Lavey (creador de la Iglesia de Satán y autor de la Bíblia Satánica) con una inteligencia por encima de su edad, aunque nunca adentrándose en la repulsión que suscitan los típicos niños supuestamente espabilados salidos de series y películas de Hollywood. Becca es el personaje del programa que más evoluciona en pantalla (no sólo porque la veamos crecer temporada a temporada) sino porque poco a poco iremos descubriendo que es una versión femenina y perfeccionada de su propio padre. Su pubertad, el descubrimiento de su sexualidad o sus primeros coqueteos con las drogas darán pie a momentos descacharrantes con Hank, que finalmente se revelará como un padre conservador y bastante egoísta.




Pero si hay que destacar dos secundarios recurrentes en Californication esos son el Charlie Runkle al que da vida Evan Handler (El Ala Oeste de la Casa Blanca, Sexo en New York) y la Marcy a la que ofrece su peculiar y resultón cuerpo Pamela Adlon y que forman un muy pintoresco matrimonio que es el culpable de que, como hemos comentado anteriormente, la serie de Tom Kapinos casi huela a fluidos corporales. El primero es el representante de Hank, su escudero, su Sancho Panza, un hombre menudo, calvo y poco agraciado que no duda en compartir con su cliente sexo, drogas y alcohol. Evan Handler ha cometido un suicidio artístico al dar vida al viejo Runks, un personaje divertido, alocado, pero también con una personalidad que puede causar un más que considerable rechazo. Onanista compulsivo, con parafilias sexuales bastante enfermizas, depravado, con episodios traumáticos con su mismo sexo y tendencia a provecharse de sus clientes, el actor de Perdidos o Asesinos Natos se ha encasillado de por vida como “representante salido” y lo va a tener difícil para quitarse ese sambenito de encima. Por otro lado Pamela Adlon da vida a lo que en Californication vendría a ser la respresentación física de la lujuria, el deseo, el descontrol sexual. Marcy es una mujer menuda, de tosco origen italoamericano (vendría a ser una especie de precedente de los protagonistas del programa Jersey Shore de la MTV) totalmente insaciable en la cama. De la forma, virtudes, sabor y olor de la vagina de Marcy se habla en Californication más que de la obra literaria de Hank. Sus amantes matarían por seguir manteniendo relaciones íntimas con ella y su verborréica lengua no para de mencionar palabras relacionadas con el coito en todo momento sin importarle si al receptor de dichas peripecias horizontales no las recibe con agrado. Charlie y Marcy tienen los momentos más carcajeantes de la serie y son el escape humorístico de una serie de por sí bastante cómica. Dos vividores adictos al sexo y el placer a los que acabamos cogiendo cariño por ser un reflejo desatado de nuestras más bajas pasiones.




También es Californication una fábrica de impagables secundarios ocasionales y muchas veces son ellos los que mueven las tramas de los episodios. El rapero Samurai Apocalypse de RZA de la quinta temporada, el enorme rockero estancado en el pasado Atticus Fetch al que da vida el británico Tim Minchin en la sexta, el productor musical Lew Ashby con el rostro de Callum Keith Rennie de la tercera o el director Peter Berg (Battleship, El Último Superviviente, Very Bad Things) haciendo de sí mismo (mostrando un sentido del humor remarcable) en la cuarta. También tenemos casos como el de Stu Beggs interpretado por Stephen Tobolowsky, el productor cinematográfico (y más tarde de series televisivas) que acaba convirtiéndose en un personaje habitual que encaja perfectamente con la personalidad promiscua de Marcy y Charlie, ofreciendo algunos de los momentos más alocados de la serie junto a ellos y “deleitando” continuamente al público con su ridículo desnudo, Jason Beghe como el inestable Richard que también reincide en distintos capítulos a partir de la quinta temporada o uno de los favoritos del que suscribe, el Eddie Nero de Rob Lowe, personaje que a partir del ecuador de la serie aparece en al menos un episodio de temporada y con el que el protagonista de Apocalipsis o Rebeldes borda a ese actor oscarizado por un papel en una película dirigida por Michael Mann y cuya inclinación por ser “del método” lo lleva a experimentar todo tipo de parafilias escatológicas dentro del plano sexual. El momento en el que describe de la manera más gráfica posible la felación que la practicó al único hombre con el que tuvo relaciones íntimas es uno de los puntos álgidos de la serie, un momento de esos que desatan la carcajada del espectador más reacio. Pero las secundarias no se quedan atrás y todas y cada una de las temporadas nos regalan la presencia de actrices despampanantes como Madeline Zima (culpable de muchos de los quebraderos de cabeza de Hank como Mía, la hijastra de Karen) Eva Amurri (hija de Susan Sarandon) en el rol de una alumna de Hank que se dedica al striptease, Addison Timlin como Sasha, una estrella de cine adolescente, Carla Gugino como Abby, la abogada de Hank, Maggie Grace la (poco creíble) groupie del mundo del rock, Faith, Paula Marshall como la insegura Sonja o Heather Graham, la madre de Levon, el hijo secreto de Hank.




Sólo unos pocos fallos se le pueden achacar al programa que nos ocupa. El primero es que ciertamente se vuelve algo monotemático con tanto dar vueltas sobre los mismos temas, por suerte los guionistas saben introducir contextos diferentes de una temporada a otra para que no parezca que estamos volviendo a degustar un plato que ya conocemos. El segundo es que si bien todas y cada una de las relaciones interpersonales de los personajes son creíbles y cercanas la mayoría de ellas no evolucionan demasiado, tocan techo en la cuarta temporada (el final de aquella, que era una descarada y muy acertada oda en favor de Hank como persona y personaje, hubiera sido un cierre pletórico para la serie, aunque por suerte todavía quedaban tres temporadas magníficas) y a partir de ahí sólo giran sobre sí mismas: Hank y Karen siguen con su juego de amor/odio Charlie y Marcy otro muy parecida a aquel pero de una naturaleza más lúbrica y sólo Becca parece ser un personaje que se desarrolla de manera gradual y continua a lo largo de toda la serie. El tercero es que la séptima y última temporada sin ser ni mucho menos floja o indigna del show sí está un poco descompensada. Por un lado que Tom Kapinos la coja con el mundo de la televisión y no deje títere con cabeza mordiendo la mano que la da de comer (ese Rick Rath de Michael Imperioli no deja muy bien a los productores de televisión por cable, aunque al final resulta ser un buen tipo) es todo un acierto. Pero por otro no sólo se comete el fallo de dejar algo de lado a Karen, también descubrimos que la inclusión del personaje de Levon (Oliver Cooper) y su madre Julia, a la que da vida Heather Graham, aportan poco al argumento central y si se prescindiera de ellos los 12 episodio se resentirían más bien poco. También podríamos hablar sobre el (en cierta manera) autcomplaciente final de la serie, pero sería un ejercicio de futilidad. El cierre de Californication es como el de The Shield de Shawn Ryan o el de The Wire de David Simon y Ed Burns, puede que no el mejor que se le podía haber dado, pero sí el más adecuado y consecuente con la esencia del programa.




No podemos negarlo, el supuesto talento como escritor de Hank Moody es un mero McGuffin para que como rol pueda interactuar con personas de distintos medios como el cine, la televisión, la música o la literatura y con ello moldear las historias que dan forma al programa y que los guionistas dosifican en episodios de poco menos de media a hora que siempre nos dejan con ganas de más. Pero gracias a esa excusa Californication es algo más que la versión masculina de Sexo en New York (aunque también hay algo de eso). Es sexo, drogas y rock’n roll, género musical que por cierto vertebra gran parte de la serie, desde su título que es una canción de Red Hot Chili Peppers, hasta el nombre del libro de Hank (el mismo de un disco de la banda de thrash metal Slayer) o su adaptación cinematográfica (título de un tema de Queen) hasta títulos de muchos episodios (The Unforgiven, The Last Supper, Wish You Where Here) o los cameos de músicos como Zakk Wylde (Black Label Society), Tommy Lee (Mötley Crüe), Steve Jones (Sex Pitols) Sebastian Bach (Skid Row) o un Marilyn Manson interpretándose a sí mismo. Su recorrido ha sido de siete años en los que la calidad se ha mantenido a un nivel siempre bastante alto y sin traicionar su origen o edulcorar su mensaje romántico, siempre rodeándolo de orgasmos y gemidos a plena voz. Un servidor echará de menos al canalla de Hank Moody, se hará raro no tener cita anual con su frenética existencia y la de los que le rodean en la soleada California. Me gusta pensar que el verdadero autor del libro Follando y Pegando seguirá toda su vida siendo un infiel borracho que pasará la noche colocado con sus amigos Charlie y Marcy. Al día siguiente su mujer Karen le abroncará con acusaciones llenas de ironía para finalmente perdonarle su enésimo desliz porque su paciencia (y cariño hacia él) no tiene límites y Becca preguntará a ambos cuándo acabará esa interminable tira y afloja que los convierte en algo parecido a dos críos pequeños. Hank, una vez más caerá en la cuenta de que sin su familia no es nada, que es una carcasa vacía sin la presencia de su mujer y su hija y le entrará la depre. Hasta que por la noche el influjo de California vuelva a llevarlo por el mal camino con sus etílicos y sensuales cantos de sirena abocándolo en una espiral de pasión y excesos que no cesará hasta el fin de sus días puestos hasta el culo de mugre y furia, pero sobre todo amor.


lunes, 21 de julio de 2014

Juego de Tronos: Temporada 4, a sangre y fuego



“Deseo confesar. Yo los salvé. Yo salvé esta ciudad y todas sus vidas sin valor. Debí dejar que Stannis los matara a todos. Soy culpable, padre. Eso era lo que querías escuchar. Soy culpable de un crimen más monstruoso aún. Soy culpable de ser enano. Se me ha juzgado por ello toda mi vida. Yo no maté a Joffrey, pero desearía haberlo matado. Ver morir a tu despiadado bastardo me dio más alivio que mil putas en la cama. Desearía ser el monstruo que ustedes creen que soy. Me gustaría tener veneno suficiente para todos ustedes. Gustosamente daría mi vida para ver como todos se lo tragan. No daré mi vida por el asesino de Joffrey”.
Tyrion Lannister





Desde que aquel 17 de abril de 2011 en el que David Benioff y D.B. Weiss estrenaron en HBO su versión catódica de la saga literaria Canción de Hielo y Fuego del escritor George R.R. Martin no éramos pocos los lectores y espectadores que esperábamos que dicha dupla llevara a imágenes la tercera y mejor entrega de la colección de novelas río nacida en el ya lejano año 1996 con Juego de Tronos. Durante la gestación de la tercera temporada de Game of Thrones (la serie de manera equívoca tomó el nombre del primer libro, eludiendo el mucho más poético y acertado de Song of Fire and Ice que bautiza toda la saga) sus productores afirmaron que debido a la larga extensión del libro numero tres, Tormenta de Espadas y que contenía en su interior más de 1.200 páginas su traslación a imágenes se dividiría en dos decenas de episodios. La tercera temporada de Juego de Tronos, la que extrapolaba a la pequeña pantalla la primera mitad del escrito publicado el año 2000 puede tildarse aún a día de hoy como la, posiblemente, mejor del serial catódico de la cadena por cable que tuvo su culmen con la inolvidable y cruenta Boda Roja, aquella escabechina de traición al lacónico ritmo de Las Lluvias de Castamere urdida por los Lannister, ejecutada por los Frey y en la que las víctimas eran los Stark.




A lo largo de este 2014 que acaba de rebasar su ecuador hemos podido disfrutar de la cuarta temporada de la serie en la que David Benioff, D.B. Weiss y sus colaboradores han trasladado a la pequeña pantalla la segunda, y más intensa, mitad de Tormenta de Espadas con un resultado de notable alto, aunque no sobresaliente por culpa de pequeñas máculas que pasaremos a comentar seguidamente y que impiden que la entrega número cuatro de Juego de Tronos sea una obra maestra de la televisión reciente, eso sí, quedándose a poco de serlo. Los que hemos leído el libro sabíamos que la Boda Roja era sólo el inicio de una serie de hechos impactantes en cadena que iban a marcar puntos tan importantes como irreversibles dentro de la serie (de la misma manera que también lo hicieron en la saga literaria) que harían que la matanza Stark en territorio Frey quedara más o menos olvidada debido al cariz de salvajismo y brutalidad de nuevas situaciones que en su mayoría marcarían puntos de no retorno para ciertos personajes y hasta los entornos en los que se movían. Por ello muchos afirmábamos que si los guionistas tenían el suficiente instinto para llevar a lo audiovisual lo que en lenguaje escrito era una genialidad lo resultante sería la, con diferencia, mejor temporada de la que ya es la obra catódica más vista de la historia de (casi)siempre intachable HBO.




Intrigas palaciegas, traiciones, familias enfrentadas, reyes sin trono, sexo, incesto, violencia y muerte, todas las características que han hecho grande la serie que traslada la palabra escrita de la saga de George R.R. Martin están aquí condensadas y atesoradas para ser entregadas al público en diez dosis de una hora de duración cada una. Gracias a un reparto elegido con escuadra y cartabón (uno de los más acertados, en líneas generales, de la historia de la televisión) y un equipo técnico intachable que cada vez tiene un mayor presupuesto para dar vida a los Siete Reinos y los habitantes que en ellos moran, David Benioff y D.B. Weiss siguen por el buen camino sacando oro en imágenes de relatos que son adaptados con la mayor fidelidad posible, algo que no pueden decir los creadores de esa The Walking Dead de AMC que cada vez parece desvincularse más de los cómics ideados por el guionista Robert Kirkman y los dibujantes Tony Moore y Charlie Adlard. Por suerte las dos cabezas pensantes detrás del programa saben que cuanto más se ciñan a lo que George R.R. Martin grabó a fuego en Tormenta de Espadas mejor resultado dará la temporada, casi siempre siendo fidedignos, pero dando su interpretación de la historia cuando pasa de un medio a otro.




Es cierto que se toman licencias con respecto a las páginas de la novela eludiendo pasajes como la importantísima conversación entre Jamie y Tyrion poco antes de que el primero libere al segundo de su condena o el estancamiento de toda la subtrama protagonizada por Danerys Targaryen que al llegar a Meereen pierde mucho empuje (algo que no sucedía, ni de lejos, en el libro) y que sólo coge algo de fuerza con el pasaje del destierro de Joran Mormonth (magníficamente llevado a imagen real), inventando otros como el enfrentamiento entre Brienne y Sandor Clegane “El Perro” ante la mirada de Pod y Arya e incluso narrando algunos que en las novelas tienen lugar mucho más adelante como todo lo que tiene que ver con las penurias sufridas por el trozo de carne inerte que queda de los restos de Theon Greyjoy. Aunque en cuanto a infidelidad se refiere el pasaje más polémico es el del peculiar bautismo al que los Caminantes Blancos someten a los niños recién nacidos que les son entregados en ofrenda y que no existe en la basa literaria, secuencia que enfadó a bastantes de los lectores de los libros por si HBO estuviera adelantando hechos que todavía George R.R. Martin no hubiera incluido en sus relatos. Dejaremos de lado la no inclusión del giro final de la última página de Tormenta de Espadas que hubiese sido un cierre magistral para la cuarta temporada y que habría dejado a los espectadores totalmente shockeados y sufriendo (mucho más) por la espera de un año para poder degustar la quinta temporada. Algo estarán tramando con tan importantísimo pasaje para el futuro de la serie.




Pero los aciertos son los que han imperado en esta temporada en la que tras unos episodios de introducción alzó el vuelo cuando tuvo lugar esa Boda Púrpura en la que el misterioso y brutal asesinato de Joffrey Baraethon (sí, ese que todos los espectadores disfrutamos hasta extremos que bordeaban lo orgásmico) tenía lugar delante de una concurrida audiencia en la que se encontraba toda su familia y la posterior acusación de asesinato hacia su tío Tyrion Lannister, hecho que vertebra toda la trama central de la cuarta entrega de la serie. A partir de la defunción del tiránico rey adolescente los hechos de capital importancia en el serial se suceden continuamente como el asesinato por parte de Petyr Baelish de la demente Lysa Tully, la aparición del carismático, y ya personaje de culto del programa, Oberyn Martell, alias la Víbora Roja que es el protagonista, junto a Gregor “La Montaña” Clegane, del clímax de la temporada en ese octavo episodio en el que el combate en el que ambos se implican da pie a una de las secuencias más brutales de, no sólo toda la serie, sino también de la saga literaria. Pero cuando parece que nada más importante va a tener lugar en el noveno episodio (el penúltimo de la temporada siempre es en el que el equipo de producción echa toda la carne en el asador, contratando una vez más para rodarlo al cineasta británico Neil Marshall, director de Dog Soldiers, Centurión o el piloto de la serie Constantine que adapta el cómic Hellblazer de la línea Vertigo de DC) tenemos la batalla en el Muro entre los salvajes comandados por Mance Rayder y la Guardia de la Noche con Jon Nieve como líder táctico en el que tiene lugar la muerte de Ygriette a manos del bastardo de Eddard Stark y la emboscada por parte de Stannis Baratheon y Ser Davos Seaworth, el Caballero de la Cebolla, que aunque está muy bien interpretada, pierde impacto con respecto a las páginas en papel. Por suerte David Benioff y D.B. Weiss no se saltan (casi) una coma de la recta final y se recrean con ese último episodio que narra los mejores momentos del cierre de Tormenta de Espadas. La húida de Tyrion Lannister gracias a su hermano Jaime, el brutal y doloroso asesinato de Shae a manos de un Tyrion que da el golpe de gracia eliminando a su padre Tywin con una ballesta mientras este hace aguas mayores en el excusado, una muerte indigna para un personaje indigno que no, no cagaba oro.




Sin intención de adelantar nada sobre las temporadas venideras (con rodajes en España, concretamente en Andalucía, como ya sabemos) sólo diremos que se avecinan tiempos de cambio y transición (el nada gratuito título del cuarto libro es Festín De Cuervos, que no da mucho lugar a la imaginación en ese sentido) y que aunque se tomen licencias con respecto a los libros David Benioff, D.B. Weiss y el mismo George R.R. Martin (muy implicado en la producción del programa, escribiendo también algunos episodios, adaptando sus propios escritos) están haciendo historia catódica con una de las mejores series que ha dado la televisión americana (que no tiene precisamente un nivel bajo en lo que a producción propia para la pequeña pantalla se refiere) en mucho tiempo. Echaremos de menos a magníficos actores como Charles Dance, Jack Gleeson o Pedro Pascal dando vida a uno de los villanos más sobrios y acerados jamás vistos, al demente más detestable del tubo catódico actual y a la revelación más carismática y reivindicable (y eso que no fueron pocas la voces que criticaron la elección del chileno para el papel, incluso antes de ponerse a rodar) de la temporada respectivamente, incluso añoraremos a la dulce Sibel Kekilli dando vida a Shae, personaje que han dulcificado con respecto a los libros incluyendo el despecho en su toma de decisiones con respecto a su futuro tras la acusación de asesinato de Tyrion o la brutalidad de Rory McCann como Sandor Clegane, ese Perro que se ha ganado poco a poco el favor del público. Pero nuevos roles nacidos de la pluma de George R.R. Martin están por llegar y siempre tenemos la buena labor de magníficos actores como Lena Heady, Nikolaj Coster-Waldau, Aidan Gillen (aunque este lleve tiempo entregándose un poco a cierto histrionismo con su trabajo), Maisie Williams, la belleza de Emilia Clarke, Natalia Dormer o Carice Van Houten, el buen hacer y la veteranía de Liam Cunningham o Stephen Dillane y como no, la presencia magnética y descomunal (quién lo diría) de ese pequeño gran actor llamado Peter Dinklage que si no se lleva este año el Emmy al mejor actor secundario es porque lo de Aaron Paul en la última temporada de Breaking Bad en general y el episodio final en particular no es de este mundo. Ya veremos que depara a Poniente en la quinta temporada.